No podrían haber escogido un momento peor. Eso fue en septiembre de 1997 y
representó el acto inaugural de la crisis asiática. El capital que había entrado
a Tailandia, Indonesia, Filipinas y Corea del Sur salió a toda velocidad,
intensificando los temores de que dejar que el dinero circule libremente por el
mundo podría ser peligroso para la salud de la economía global. Al final, el FMI
no expandió su misión.
Mucha agua ha corrido bajo el puente en los últimos diez años. Los
inversionistas se alejaron de los mercados emergentes durante unos cinco años,
pero regresaron con tal fuerza en 2004 que los mercados emergentes ahora se
endeudan a tasas sorprendentemente bajas, en comparación con lo que pagan los
países desarrollados. Los países emergentes, en especial China, han acumulado
cuantiosas reservas en moneda extranjera en caso de que tengan que librar otra
guerra contra los especuladores como la de 1997. Todo el ruido acerca de la
imposición de controles a los flujos de capital de corto plazo se ha
desvanecido.
Pero la ansiedad sobre un dinero que fluye sin restricciones podría regresar si
persisten los actuales vaivenes del mercado, las economías tienen problemas o
los políticos reaccionan a las sospechas del público de que la globalización
significa inmensas ganancias para Wall Street, los fondos de cobertura y los
fondos de capital privado, pero beneficios inciertos para los trabajadores.
En medio de todo esto, los arquitectos del orden financiero internacional se
están replanteando el flujo libre de capitales. Algunas verdades incómodas les
han dado más de un dolor de cabeza. La teoría era que el capital pasaría de los
países ricos a los países pobres en busca de mayores retornos. Eso, a su vez,
estimularía el crecimiento en los países pobres.
En realidad, sin embargo, hay fuertes flujos de dinero desde los países pobres,
como China, a los países ricos, es decir, el efecto contrario a lo pronosticado
por los economistas. Además, algunos de los países que más crecieron entre 1980
y 2005 (como China) no han abierto sus puertas de par en par a la globalización
financiera y algunos de los países que estaban relativamente abiertos, como
Bolivia, no han crecido nada.
La lógica del flujo libre de capitales se ha debilitado y las ventajas son menos
evidentes. Entonces, ¿vale la pena asumir los riesgos de crisis financieras
inevitables?
Stanley Fischer opina que sí. Un destacado académico antes de ser funcionario
del Banco Mundial y el FMI, el actual presidente del Banco Central de Israel
sigue convencido de que una apertura "ordenada" de los mercados financieros es
beneficiosa, aunque por diferentes razones. No está claro, dice, que los flujos
de capital que entran a una economía que ha reducido las barreras de entrada y
salida aporten "beneficios inmensos y obvios". En su lugar, las ventajas "tienen
mucho más que ver con su perspectiva del mundo, como su gente mira al mundo, y
lo que hay que hacer para prosperar".
Un cuarteto de economistas, tres investigadores del FMI y su ex jefe, Kenneth
Rogoff, actual profesor de la Universidad de Harvard, tienen una visión
parecida. En un reciente "replanteamiento" de la globalización financiera,
escriben que "los efectos indirectos… sobre el desarrollo del sector financiero,
las instituciones, la capacidad para gobernar y la estabilidad macroeconómica
probablemente serán mucho más importantes que el efecto directo" de los flujos
de capital.
En suma, la exposición a los mercados globales de capital obliga a las firmas y
a los mercados financieros de un país a ser más eficientes, ofrece a las
empresas y a los consumidores mejores condiciones para endeudarse y otorgar
préstamos, reduce el espacio para la corrupción y desalienta las políticas
económicas turnias. Lo que importa, entonces, no es el dinero, sino sus
beneficios colaterales.