Las nuevas causas
No lo hay, pero si lo hubiese el manual de lugares comunes sobre la seguridad
contendría, entre otras tonteras, sugerencias como la de mantenerse alejado de
los vuelos comerciales que lleven pasajeros de países árabes o de apariencia
religiosa islámica en general. Esta es una de las herencias del 11/S del 2001
que se ha vuelto omnipresente en el marco de la “guerra contra el terrorismo”
declarada por entonces por George W. Bush.
Quizá haya que pensar todo de vuelta en breve. Porque ¿qué pasa cuando es
detenido, juzgado y convicto un pelirrojo de innegable extracción anglosajona
como Eric McDavid por intentar en California la sede del Instituto Genética
Forestal del Servicio Forestal Estadounidense, la represa Nimbus, torres de
telefonía celular y estaciones generadoras de electricidad?
¿Qué lecciones hay que extraer de alguien que nunca pensó en pertenecer a Al
Qaeda, ni siente afección alguna por Osama bin Laden, ni está preocupado por la
reconstitución de califato alguno y, en cambio, sostiene que la investigación
genética y el uso de animales en los laboratorios (o aun como materia prima del
alimento humano) está demandando “acciones directas” violentas para impedirlos?
Por lo pronto lleva a revisar seriamente de dónde vienen los enemigos de la
seguridad pública. Sobre todo cuando las acciones definibles como terroristas
efectuadas fuera del tradicional marco del supuesto enfrentamiento entre el
Islam y Occidente está en aumento de acuerdo con las estadísticas. Fred Burton y
Scott Stewart, dos analistas de la consultora Stratfor, especializada en la
realización de prospectiva estratégica, están convencidos de que esa tendencia
irá en aumento y pronto tendrá un impacto al menos similar al que ya gozan los
grupos de extremismo islámico.
McDavid, de 29 años,
fue condenado el pasado 27 de setiembre junto a dos asociados del delito de
conspiración para cometer los delitos citados por un juzgado federal en
Sacramento, en el estado en el que operaban. Aunque ninguno de sus planes
llegaron a cuajar en atentados, lo cierto es que otros ejemplos similares están
apareciendo en la escena criminal de Estados Unidos y otros países desarrollados
como hongos después de la lluvia.
En junio de este año Daniel McGowen –antiguo militante de la organización
Greenpeace- se convirtió en el primer neoyorquino nativo en ser condenado a
siete años de prisión en un proceso por eco terrorismo luego de participar en el
incendio intencional de una empresa maderera primero y luego de un laboratorio
que trabajaba con árboles modificados genéticamente, ahora como parte de una de
los principales grupos el Frente para la Liberación de la Tierra (ELF, son sus
siglas en inglés).
Aunque en los casos por los que fue acusado McDavid no hubo ataques porque no
lograron acumular los explosivos necesarios antes de ser delatados por un
informante encubierto del FBI y en los de McGowen no hubo víctimas humanas los
que siguen la evolución de estas prácticas llaman la atención acerca del modo en
que los eco terroristas se están alejando de sus anteriores postulados de no
agredir inocentes en sus acciones directas.
En el 2002, por ejemplo, el ELF anunció en un documento que “este movimiento
revolucionario global ya no limitará su potencial revolucionario adhiriendo
a…una ideología no violenta”. Pero añadió “aunque que la vida inocente jamás
será dañada por nuestra acción, ya no dudaremos en esgrimir las armas para
implementar justicia y proveer la necesaria protección para nuestro planeta que
décadas de batallas legales, protestas y sabotaje económico han fracasado en
lograr.”
Esta última afirmación –la relativa al presunto fracaso de los medios legales-
es señalada por los expertos como una de las razones por las cuales los
ecologistas se alejan hoy frustrados de la vía pacífica en la búsqueda de sus
objetivos. Otra razón citada es la creciente difusión de estudios de diverso
origen que describen, cada vez con mayor urgencia, el deterioro de los
ecosistemas del planeta.
El ELF y otro grupo “Animal Liberation Front” (Frente de Liberación de Animales
o ALF) son los dos principales que proponen de modo creciente la lucha armada.
El ELF fue fundado en 1992 en Brighton, Inglaterra, por algunos antiguos
militantes de la organización “La Tierra Primero” que se negaron a seguir la
senda no violenta. El ALF tiene más historia –data de 1976- pero es también un
desprendimiento de otra asociación no violenta. Ambos están activos al menos en
Estados Unidos, Inglaterra y Canadá.
Tanto ELF como ALF ha sido declarados
“terroristas domésticos” por la legislación estadounidense y, en especial
desde el Acta Patriótica, la ley ómnibus de seguridad adoptada por Washington
después del 11/S sus miembros están sujetos a penas mayores.
El problema es que ambas organizaciones son tan inasibles como Al Qaeda. No
tienen adherentes formales ni dirigentes identificables y se organizan en
pequeñas células que no mantienen contacto entre sí y solo usan las siglas para
rubricar sus ataques. Sus fuentes de financiamiento son muy difícil de rastrear
porque las operaciones que ejecutan y la forma de operar no precisan de grandes
fondos y porque la recaudación es anónima de simpatizantes que muchas veces
provienen del ámbito universitario.
Una faceta adicional para la preocupación es que los grupos de esta naturaleza
se presentan a si mismos como “globalifóbicos” denunciantes del “capitalismo” y
frecuentemente la emprenden contra grandes corporaciones. Estas,
explicablemente, se han convertido en sus principales enemigos reclamando más
acción punitiva a la ley. La idea de que, en un futuro cercano, ese sector
utilice el eco terrorismo y la legislación represiva que logren generar para
demonizar a todo el movimiento anti-globalizador y en especial a los de cuño
ecológico. Algo de esto sucedió con el mundo islámico desde el 11/S.
Pero en cualquier caso esta es otra dimensión de la inseguridad que amenaza con
crecer y recordarle al planeta que todo riesgo a la paz no se reduce a un
enfrentamiento del cristianismo y el Islam.