Desde antes de los años de cambio de Mijail Gorbachov en la
desaparecida Unión Soviética no se registraba una cumbre de naciones
industrializadas --hoy las del llamado Grupo de los Ocho--que se iniciara
en un clima político tan gélido que obliga a evocar a la Guerra Fría. Vladimir Putin ha conseguido hacerlo regresar para la versión del
encuentro de este año que está a punto de inaugurarse en Alemania.
Es importante notar que no se trata sólo de la amenaza de apuntar misiles
rusos a ciudades europeas --y quizá intercontinentales a otras de Estados
Unidos-- sino de inducir una división marcada en Europa Occidental.
Esto es algo que Moscú no ensayaba desde que expresara al poder soviético
y que parecía distante de sus políticas desde que el régimen comunista
implosionara en 1991.
La oposición socialdemócrata alemana ya le reclama a la conservadora
canciller Angela Merkel que adopte una posición equidistante entre
las demandas de Moscú y el proyecto de Washington de instalar un sistema
de defensa en Europa, que es el motivo que Putin cita para justificar su
nueva agresividad.
En otros lugares, como la República Checa, hay también indicios de un
público al que el proyecto estadounidense le genera aprensión. Y
aunque es difícil que, por ejemplo, la oposición le doble la mano a Merkel
--que respalda el sistema antimisil-- la situación evoca y mucho cuando la URSS gustaba de inducir a Europa a mostrarse dividida respecto de su
principal aliado atlántico.
Si uno le suma a este panorama de disenso el renovado ímpetu de la
protesta de los grupos denominados "globalifóbicos" en las cercanías de la
sede de la reunión del G-8 es imposible no recordar los años 80 en los que
Ronald Reagan agitó las aguas políticas europeas con su decisión de
renovar los misiles que su país tenía en el viejo continente por una
generación más moderna del armamento.
La sangre, en cualquier caso, está lejos aún del río en este crítico tema.
Pero no parece insensato preguntarse qué es lo que lleva a Putin a
colocarse --al menos retóricamente-- más cerca de una posición beligerante.
Una de las explicaciones más citadas es que Moscú busca evitar un
pronunciamiento favorable del G-8 sobre el plan de la ONU para poner fin
al protectorado que ejerce, desde 1999, en Kosovo. Ese plan declararía
independiente de Serbia a esa antigua provincia yugoslava.
Rusia ha manifestado su oposición al proyecto --anticipando que podría
interponer su veto cuando la cuestión llegue al Consejo de Seguridad-- y
reclama nuevas negociaciones que incluyan a sus tradicionales aliados, los
serbios de Belgrado.
Pero el motivo parece demasiado pequeño para el amago de Putin. Mejor es
mirar en el contexto de un vínculo de Rusia con Estados Unidos --y con el
resto del Occidente desarrollado-- que ha venido deteriorándose en los
últimos tiempos.
La firme voluntad de Putin de emplear los recursos energéticos rusos --de
los cuales depende Europa-- como factor de presión, su estilo
autocrático, las diferencias en materia de comercio internacional y la
asfixia que siente Rusia cada vez que EE.UU. amplía su poder militar cerca
de sus fronteras. Estos son los indicadores que habrá que mirar con
atención.