|
(IAR
Noticias)
23-Agosto-2011
La gran recesión de 2008 se ha transformado en la recesión del Atlántico norte:
son principalmente Europa y EE UU, no los mercados emergentes más importantes,
los que se han visto afectados por el lento crecimiento y alto desempleo. Y son
Europa y EE UU los que marchan, juntos o separados, hacia el desenlace de una
gran debacle.
Por Paul Krugman (*) - Project Syndicate / El País, España
L a
explosión de una burbuja condujo a un estímulo keynesiano masivo que evitó una
recesión mucho más profunda, pero también impulsó déficits presupuestarios
importantes. La respuesta -recortes masivos del gasto- garantiza que los niveles
de desempleo inaceptablemente altos (un vasto desperdicio de recursos y un
exceso de oferta de sufrimiento) se prolonguen durante años.
La Unión Europea finalmente se ha comprometido a ayudar a sus miembros en
dificultades financieras. No tenía opción: la agitación financiera amenazaba con
extenderse desde países pequeños como Grecia e Irlanda a otros grandes como
Italia y España, y la propia supervivencia del euro afrontaba peligros
crecientes. Los líderes europeos reconocieron que las deudas de los países en
problemas serían inmanejables a menos que sus economías pudiesen crecer, y que
el crecimiento no se lograría sin ayuda.
Pero si bien los líderes europeos prometieron que la ayuda estaba en camino,
reforzaron su creencia de que los países sin crisis deben recortar sus gastos.
La austeridad resultante retrasará el crecimiento europeo y con ello el de sus
economías con mayores problemas: después de todo, nada ayudaría más a Grecia que
el crecimiento robusto de sus socios comerciales. Y el bajo crecimiento dañará
la recaudación tributaria, socavando la meta proclamada de consolidación fiscal.
Las discusiones previas a la crisis ilustraron lo poco que se había hecho para
reparar los fundamentos económicos. La oposición vehemente del Banco Central
Europeo a algo esencial para todas las economías capitalistas -la
reestructuración de la deuda de las entidades en quiebra o insolventes-
evidencia la continua fragilidad del sistema bancario occidental.
El BCE argumentó que los contribuyentes deberían hacerse cargo del coste total
de la deuda soberana griega en problemas, por miedo a que cualquier
participación del sector privado pudiese disparar un evento crediticio que
forzara importantes erogaciones sobre los seguros de impago crediticio (CDS) y
posiblemente fomentara mayores problemas financieros. Pero si ese es un miedo
real del BCE -si no se trata meramente de actuar en favor de los prestamistas
privados-, tendría que haber exigido a los bancos que mantengan más capital.
Además, el BCE tendría que haber prohibido a los bancos operar en el arriesgado
mercado de los CDS, donde son rehenes de las decisiones de las agencias de
calificación sobre lo que constituye un evento crediticio. En efecto, un logro
positivo de los líderes europeos en la reciente cumbre de Bruselas fue comenzar
el proceso de limitar tanto al BCE como al poder de las agencias de calificación
estadounidenses.
De hecho, el aspecto más curioso de la posición del BCE fue su amenaza de no
aceptar los bonos reestructurados como garantía si las agencias de calificación
decidían que la reestructuración debía clasificarse como un evento crediticio.
La idea de la reestructuración era liquidar deuda y lograr que el resto fuese
más manejable. Si los bonos eran aceptables como garantía antes de la
reestructuración, ciertamente serían más seguros después de ella y, por tanto,
igualmente aceptables.
Este episodio sirve como recordatorio de que los bancos centrales son
instituciones políticas con una agenda política, y que los bancos centrales
independientes tienden a ser capturados (al menos cognitivamente) por los bancos
a los que supuestamente deben regular.
Y la situación no está mucho mejor del otro lado del Atlántico. Allí, la extrema
derecha amenazó con paralizar al Gobierno de EE UU, confirmando lo que sugiere
la teoría de los juegos: cuando personas racionales se enfrentan a quienes están
irracionalmente decididos a la destrucción si no logran su objetivo, son estos
últimos quienes prevalecen.
Como resultado, el presidente Barack Obama consintió una estrategia
desequilibrada de reducción de la deuda, sin aumentos de impuestos -ni siquiera
para los millonarios a quienes les ha ido tan bien durante las últimas dos
décadas, y sin siquiera eliminar las dádivas impositivas a las empresas
petroleras, que socavan la eficiencia económica y contribuyen a la degradación
ambiental.
Los optimistas argumentan que el impacto macroeconómico de corto plazo del
acuerdo para aumentar el tope del endeudamiento estadounidense y evitar el
impago de la deuda soberana será limitado: recortes en el gasto de
aproximadamente 25.000 millones de dólares para el año próximo. Pero el recorte
en los impuestos sobre los salarios (que contribuía con más de 100.000 millones
al bolsillo del ciudadano común estadounidense) no fue renovado, y seguramente
las empresas, anticipando las consecuencias contractivas, serán aún más
renuentes a otorgar créditos.
La cesación del estímulo es en sí misma contractiva. Y a medida que los precios
de los inmuebles continúan cayendo, que el crecimiento del PBI vacila y el
desempleo se empecina en mantenerse elevado (uno de cada seis estadounidenses
que desean un trabajo a tiempo completo aún no puede obtenerlo), lo que hace
falta es más estímulo y no austeridad -incluso para equilibrar el presupuesto-.
El impulsor más importante del crecimiento del déficit es la baja recaudación
fiscal debida a un pobre desempeño económico; el mejor remedio sería que EE UU
vuelva al trabajo. El reciente acuerdo de la deuda es una jugada en la dirección
equivocada.
Ha habido mucha preocupación sobre el contagio financiero entre Europa y EE UU.
Después de todo, los errores de gestión financiera estadounidense desempeñaron
un papel importante en el desencadenamiento de los problemas europeos, y la
agitación financiera europea no será buena para EE UU -especialmente
considerando la fragilidad del sistema bancario estadounidense y su continuo
papel respecto de los poco transparentes CDS.
Pero el problema real surge de otro tipo de contagio: las malas ideas cruzan
fácilmente las fronteras, y las nociones económicas equivocadas a ambos lados
del Atlántico se han estado reforzando entre sí. Esto será también válido para
el estancamiento que esas políticas conllevarán.
(*) Joseph E. Stiglitz es profesor de la Universidad de
Columbia y premio Nobel de Economía.
© Project Syndicate, 2011.
Traducido por Leopoldo Gurman.
|