ace cinco minutos que su hermano llamó. Tiene encima varias toneladas de
escombros pero le queda un soplo de vida. Telefoneó como pudo desde su
encierro y le dijo a su hermana, con voz agotada, que no le olvidaran.
Cuando perdieron la comunicación, intentaron marcarle pero ya no respondió.
Sheila Guilloux lleva varios días aguardando a las afueras del Hotel Montana,
el que fuera el mejor de la capital haitiana y hoy tumba de medio centenar de
cadáveres, alguna noticia sobre su paradero. Al colgar, llora
angustiada y nerviosa y pide a los equipos de rescate que le salven.
Tan solo momentos antes, expertos españoles, norteamericanos y
franceses analizaban la posibilidad de abandonar en ese lugar la
labor de búsqueda de supervivientes, aunque prevalecía la idea de dar unas
horas más. Pierre Guilloux, de 30 años y recepcionista del hotel, les
demostraba que aún hay esperanzas así sean mínimas.
La situación de su familia es la misma de centenares de haitianos
que se resisten a perder a sus seres queridos y quieren que sigan
escarbando los restos de las edificaciones caídas.
Decenas de grupos de rescate y sus perros, venidos de diversos países,
siguen arribando al aeropuerto de la capital, pese a que las
posibilidades de hallar vida menguan con el paso de los días. El
primer ministro, Jean Max Beltreeve, si bien comprende esa resistencia, cree
que es un obstáculo para la recuperación de Haití ya que impiden que
trabajen las excavadoras.
Piden un sentido humanitario
También le pedían que no enterrara a las miles de víctimas en fosas
comunes, pero optó por ordenar que cavaran tres enormes hoyos para
evitar epidemias.
Incluso un buldózer, como el que vio este diario, recoge los que están
tirados en las calles de Puerto Prícipe y los echa a un vetusto camión cargado
de muerte. El espectáculo resulta dantesco pero la alternativa son los
fallecidos sin nombre, que también vimos, arrojados en cualquier lado,
putrefactos por el tiempo transcurrido y el enorme calor.
Junto a prevenir enfermedades su prioridad principal es recuperar
la institucionalidad del país. “La primera víctima es el
Estado”, le dijo al ministro del Interior colombiano, Fabio Valencia
Cossio, que viajó a la isla para ofrecer la ayuda de su país.
“El Parlamento se destruyó, varios ministerios también; no existe
comunicación entre los ministros y sus directores generales y los
funcionarios. Hay que ir puerta a puerta para convocarlos. Cada cual, además,
es víctima de su drama personal”, indicó.
Recuerda que si antes tenía que lidiar con un porcentaje del 60% de
desempleados, “ahora es el cien por cien. Tengo una población de nueve
millones de habitantes que no tiene recursos y sí hambre. Y, más importante
aún, cómo darles la esperanza de que las cosas van a cambiar”.
La ayuda que no llega
La ayuda internacional que espera el primer ministro y los haitianos, no se
ve aún en las calles. No hay reparto de víveres ni agua. Todo llega al
aeropuerto pero se queda en los hangares de recepción esperando que
alguien ponga un sistema en marcha.
La ONU, por ejemplo, está más concentrada en localizar a sus
fallecidos, sepultados en un edificio donde celebraban una reunión,
que en auxiliar al pueblo desamparado. Y los equipos de bomberos y perros
tienen como misión principal hallar a sus nacionales, dejando la población
local en segundo término.
“Sin un gobierno nacional que funcione y el de la capital inexistente y la
ONU no tomando el control, es difícil que las ayudas fluyan”, comenta uno de
los delegados colombianos. También reveló que a los miembros de la ONU les han
prohibido pisar determinados barrios ante el riesgo de que ciudadanos
desesperados les ataquen. Pero El Mundo recorrió varios enclaves de Puerto
Príncipe durante el día y la tranquilidad y el respeto a las escuálidas
autoridades haitianas, por regla general mal dotadas y con escasos recursos
humanos, era la norma.
Sólo en la noche y en determinados barrios, de tradición violenta como la
Ville de Soleil, siguen vedados a los habitantes pacíficos porque las bandas
son los amos y señores. Con todo, no se puede descartar que si la asistencia
humanitaria sigue retardada y los estómagos vacíos, empeore el orden público.
La única autoridad reinante, hasta la fecha, es el Ejército
norteamericano, que ha tomado el control del aeropuerto, un hervidero
de refugiados en espera de ser evacuados, de periodistas que lo han convertido
en su residencia y de soldados, bomberos y miembros de protección civil de
todas partes del mundo. Su intervención, sin embargo, no ha conseguido
aún corregir los errores iniciales para que llegue a la población la
solidaridad de todo el planeta.