El
fracaso israelí del verano de 2006 ante la Resistencia libanesa marcó el fin de
la hegemonía estadounidense en el Medio Oriente. En 4 años, la situación
militar, económica y diplomática cambió completamente en esa región.
En este momento,el triángulo
Turquía-Siria-Irán se consolida como líder mientras que Rusia y China extienden
su influencia a medida que Estados Unidos va perdiendo la suya. Moscú vacila,
sin embargo, en aprovechar todas las oportunidades que se le ofrecen. Primero
que todo porque su prioridad no es el Medio Oriente, porque no existe un
proyecto que reúna el consenso de las élites rusas en lo tocante a esa región y,
finalmente, porque los conflictos del Medio Oriente revisten para Rusia ciertas
implicaciones con problemas internos que aún están por resolver.
Veamos un balance:
2001-2006 y el mito del rediseño del «Medio
Oriente ampliado»
La administración Bush supo reunir al
lobby petrolero, el complejo militaro-industrial y el movimiento sionista
alrededor de un grandioso proyecto: garantizar el control de los campos
petrolíferos que van del Mar Caspio al Cuerno de África rediseñando el mapa
político sobre la base de pequeños etno-Estados. Delimitada no en función de su
población sino de las riquezas de su subsuelo, la zona fue primeramente
denominada «Media luna de crisis», por el universitario Bernard Lewis, y
posteriormente «Medio Oriente ampliado» (Greater Middle East), por George W.
Bush.
Washington no escatimó en medios para «rediseñar» el Medio Oriente. Se
invirtieron sumas gigantescas en la compra de las élites locales, para que
antepusieran sus intereses personales a los intereses nacionales en el contexto
de una economía globalizada. Lo más importante es que una gigantesca fuerza
militar se desplegó en Afganistán e Irak para apresar en una tenaza a Irán, el
principal actor de la región que se mantiene firme ante el imperio. El resultado
del «rediseño» era que todos los Estados de la región, incluyendo los aliados de
Washington, serían desmembrados en numerosos emiratos para que evitar que
pudieran defenderse mientras que Washington impondría al vencido Irak una
división en tres Estados federados (uno kurdo, uno sunnita y uno chiíta).
Cuando parecía que nada podía evitar aquel proceso de dominación, el Pentágono
puso en manos de Israel la tarea de destruir los frentes secundarios antes del
ataque contra Irán. El objetivo era acabar con el Hezbollah libanés y derrocar
el gobierno sirio. Sin embargo, después de someter un tercio del territorio
libanés a una campaña de bombardeos nunca vista desde la guerra de Vietnam,
Israel se vio obligado a retirarse sin haber alcanzado ni uno solo de sus
objetivos. Aquella derrota marcó la inversión de la correlación de fuerzas.
Durante los meses posteriores, los generales estadounidenses se rebelaron contra
la Casa Blanca. Los generales no lograban controlar la situación en Irak y
anticipaban con espanto las dificultades de una guerra contra un Estado bien
armado y organizado –Irán– con un trasfondo de incendio regional. Unidos
alrededor del almirante William Fallon y del viejo general Brent Scowcroft, los
generales estadounidenses pactaron una alianza con varios políticos realistas
que se oponían al peligro que representaba el excesivo despliegue militar.
Entre todos utilizaron la Comisión
Baker-Hamilton para influir en el electorado estadounidense hasta lograr el
despido del secretario de Defensa Donald Rumsfeld y su reemplazo por uno de los
suyos: Robert Gates. Posteriormente, esas mismas personalidades lograron poner a
Barack Obama en la Casa Blanca, con la condición de que tenía que mantener a
Robert Gates en el Pentágono.
En realidad, el Estado Mayor estadounidense carece de estrategia de repuesto
después del fracaso del «rediseño». Su única preocupación consiste en
estabilizar sus posiciones. Los soldados estadounidenses se retiraron de las
grandes ciudades iraquíes y se encerraron en sus bases. Dejaron el manejo de las
áreas kurdas de Irak en manos de los israelíes y el de las partes árabes a los
iraníes. El Departamento de Estado puso fin a sus suntuosos regalos a los
dirigentes de la región y se muestra cada vez más avaro en estos tiempos de
crisis económica. Los lacayos de ayer están en busca de nuevos amos que los
alimenten.
Tel Aviv es el único que estima que el repliegue estadounidense no es más que un
eclipse y que el «rediseño» continuará cuando termine la crisis económica.
Formación del triángulo Turquía-Siria-Irán
Washington creyó que el
desmantelamiento de Irak sería contagioso. La guerra civil entre chiítas y
sunnitas (la Fitna, según la expresión árabe) debía enfrentar a Irán con Arabia
Saudita y dividir a todo el mundo arabo-musulmán. La virtual independencia del
Kurdistán iraquí debía hacer estallar la secesión kurda en Turquía, Siria e
Irán.
Pero sucedió lo contrario. La disminución de la presión estadounidense en Irak
selló la alianza entre los hermanos enemigos turcos, sirios e iraníes. Todos se
dieron cuenta de que tenían que unirse para poder sobrevivir y de que unidos
podían asumir el liderazgo regional. Así es, Turquía, Siria e Irán cubren lo
esencial del espectro político regional. Como heredera del imperio otomano,
Turquía encarna el sunnismo político. Como único Estado baasista desde la
destrucción de Irak, Siria encarna el laicismo. Y finalmente Irán, desde la
revolución de Khomeiny, encarna el chiísmo político.
En cuestión de meses, Ankara, Damasco y Teherán abrieron sus fronteras comunes,
disminuyeron sus derechos de aduana y sentaron las bases de un mercado común.
Esa apertura les aportó una bocanada de aire fresco y un repentino crecimiento
económico. El resultado fue que, a pesar del recuerdo de anteriores querellas,
la apertura encontró un verdadero apoyo popular.
Cada uno de esos tres Estados tiene, sin embargo, su talón de Aquiles, que
Estados Unidos e Israel, al igual que algunos de sus vecinos árabes, tratarán de
aprovechar.
El programa nuclear iraní
Hace años que Tel Aviv y Washington
acusan a Irán de estar violando sus obligaciones como firmante del Tratado de No
Proliferación [de armas nucleares] y de aplicar un programa nuclear secreto de
carácter militar. En tiempos de chah Reza Pahlevi, tanto Washington como Tel
Aviv –al igual que París– habían organizado un amplio programa destinado a dotar
a Irán de la bomba atómica. Nadie pensaba entonces que un Irán nuclear podía ser
una amenaza estratégica, ya que a lo largo de los últimos siglos ese país nunca
había tenido un comportamiento expansionista. Una campaña de propaganda basada
en informaciones voluntariamente falsificadas objetó posteriormente que los
actuales dirigentes iraníes son fanáticos que pudieran utilizar la bomba
atómica, si la tuviesen, de forma irracional y por lo tanto peligrosa para la
paz mundial.
Los dirigentes iraníes dicen, sin embargo, que han renunciado a fabricar,
almacenar o utilizar la bomba atómica, precisamente por razones ideológicas. Y
lo que dicen es enteramente creíble. Basta con recordar lo sucedido durante la
guerra del Irak de Sadam Husein contra el Irán del imam Khomeiny. Cuando Bagdad
comenzó a disparar andanadas de misiles sobre las ciudades iraníes, Teherán
respondió haciendo lo mismo. Se trataba de misiles que no estaban teledirigidos,
que se disparaban en determinada dirección y con cierta potencia y caían en
cualquier lugar. El imam Khomeiny intervino entonces para denunciar el uso de
aquellas armas por su propio Estado Mayor. Khomeiny estimaba que los buenos
musulmanes no podían asumir el riesgo moral de disparar contra los militares si
corrían el riesgo de matar un gran número de civiles. Khomeiny prohibió entonces
los disparos de misiles sobre las ciudades, lo cual desequilibró la correlación
de fuerzas, prolongó la guerra y trajo nuevos sufrimientos al pueblo iraní. Hoy
en día, el sucesor de Khomeiny, Alí Khamenei, Guía Supremo de la Revolución,
defiende la misma ética en cuanto a las armas nucleares y no es posible imaginar
que alguna facción del Estado iraní pueda infringir la autoridad del Guía
Supremo y fabricar secretamente una bomba atómica.
La realidad es que, después de la guerra de la que fue objeto por parte de Irak,
Irán supo prever el agotamiento de sus reservas de hidrocarburos y quiso dotarse
de una industria nuclear civil como medio de garantizar su propio desarrollo a
largo plazo, y el de los demás Estados del Tercer Mundo. Los Guardianes de la
Revolución conformaron para ello un cuerpo especial de funcionarios dedicado a
la investigación científico-técnica y organizado, según el modelo soviético, en
ciudades secretas. Estos investigadores trabajan también en otros programas,
como los vinculados con el armamento convencional. Irán ha abierto todas sus
instalaciones nucleares a los inspectores del Organismo Internacional de la
Energía Atómica (OIEA), pero se niega a abrirles los centros que se dedican a la
investigación sobre armas convencionales. Nos encontramos entonces en una
situación ya conocida: los inspectores del OIEA confirman que nada permite
incriminar a Irán, mientras que la CIA y el Mossad afirman –sin aportar pruebas–
que Irán esconde actividades ilícitas en el seno de su vasto sector de
investigación científica. Toda esta situación se parece como una gota de agua a
la campaña de intoxicación ya realizada anteriormente por la administración Bush,
que llegó a acusar a los inspectores de la ONU de no hacer correctamente su
trabajo y de ignorar los programas de armas de destrucción masiva que
supuestamente tenía Sadam Husein.
Ningún país en el mundo ha sido objeto de tantas inspecciones del OIEA y no es
serio que se siga acusando a Irán, pero no por ello es menor la mala fe de
Washington y Tel Aviv. La falacia de la supuesta amenaza es indispensable para
el complejo militaro-industrial, que desde hace años viene instrumentando el
programa israelí de «escudo antimisiles» con los fondos del contribuyente
estadounidense. ¡Sin amenaza iraní, no hay presupuesto!
Teherán ha realizado dos operaciones para salir de la trampa que se le ha
tendido. Primeramente organizó una conferencia internacional por un mundo
desnuclearizado, conferencia durante la cual explicó ¡por fin! su propia
posición a sus principales socios (el 17 de abril). Irán aceptó además la
mediación de Brasil, país cuyo presidente –Lula da Silva– espera convertirse en
secretario general de la ONU. El presidente Lula había preguntado a su homólogo
estadounidense Barack Obama qué tipo de medida podía restablecer la confianza.
Barack Obama le respondió, por escrito, que el compromiso concluido en noviembre
de 2009, y que nunca llegó a ser ratificado, sería suficiente. El presidente
Lula viajó a Moscú para asegurarse de que el presidente ruso Dimitri Medvedev
era de la misma opinión. El presidente Medvedev le confirmó públicamente que él
también pensaba que el compromiso de noviembre de 2009 bastaría para resolver la
crisis. Al día siguiente, el 18 de mayo, el presidente Lula firmaba con el
presidente iraní Mahmud Ahmadinejad un documento que satisfacía, desde todo
punto de vista, las exigencias de Estados Unidos y de Rusia. Pero la Casa Blanca
y el Kremlin dieron de pronto marcha atrás y, en contradicción con lo que ya
habían expresado, afirmaron que las garantías que ofrecía el nuevo documento
eran insuficientes.
No existe, sin embargo, ninguna
diferencia significativa entre el texto negociado en noviembre de 2009 y el que
se ratificó [entre Irán, Brasil y Turquía] en mayo de 2010.
El pasivo de Turquía
Turquía heredó del pasado un gran
número de problemas con sus minorías y sus vecinos, problemas que Estados Unidos
ha estado alimentando para mantenerla por décadas en situación de vasallaje. El
profesor Ahmet Davutoglu, teórico del neootomanismo y nuevo ministro turco de
Relaciones Exteriores, ha elaborado una política exterior que busca, en primer
lugar, liberar a Turquía de los interminables conflictos en los que se ha
empantanado así como multiplicar sus alianzas a través de numerosas
instituciones intergubernamentales.
El diferendo con Siria fue el primero en encontrar solución. Damasco dejó de
utilizar a los kurdos y renunció a sus pretensiones sobre la provincia de Hatay.
Como retribución, Ankara cedió sobre la cuestión de la división de las aguas
fluviales, ayudó a Damasco a salir del aislamiento diplomático e incluso
organizó negociaciones indirectas con Tel Aviv, que ocupa el Golán sirio. En
definitiva, el presidente sirio Bachar el-Assad fue recibido en Turquía (en
2004) y el presidente turco Abdullah Gull fue recibido en Siria (en 2009).
Turquía y Siria crearon un Consejo de Cooperación Estratégica.
En lo tocante a Irak, Ankara se opuso a que los anglosajones invadieran ese país
(en 2003). Prohibió a Estados Unidos el uso de las bases de la OTAN en
territorio turco para atacar a Bagdad, provocando así la cólera de Washington y
retrasando la guerra. Cuando los anglosajones transfirieron formalmente el poder
a los autóctonos, Ankara favoreció el proceso electoral e incitó a la minoría
turkmena a participar en la votación. Posteriormente, Turquía suavizó los
controles fronterizos y facilitó el comercio bilateral. Sólo se mantiene un
punto negativo en este panorama: las relaciones entre Ankara y el gobierno
nacional de Bagdad son excelentes, pero son caóticas con el gobierno regional
kurdo de Erbil. El ejército turco se arrogó incluso el derecho de perseguir a
los separatistas del PKK en territorio iraquí –por supuesto, con el aval del
Pentágono y bajo su control. En todo caso, se firmó un acuerdo que garantiza la
exportación del petróleo iraquí a través del puerto turco de Ceyhan.
Ankara tomó una serie de iniciativas para poner fin al secular conflicto con los
armenios. Recurriendo a la «diplomacia del fútbol», Ankara reconoció la masacre
de 1915 (aunque no admitió el calificativo de «genocidio»), logró establecer
relaciones diplomáticas con Ereván y busca una solución al conflicto del Alto
Karabaj. Sin embargo, Armenia suspendió la ratificación del acuerdo bipartito de
Zurich.
El pasivo turco con Grecia y Chipre es también muy importante. La división del
Mar Egeo sigue sin estar clara y el ejército turco sigue ocupando el norte de la
República de Chipre. Ankara ha propuesto diversas medidas tendientes a
restablecer la confianza, esencialmente la reapertura mutua de puertos y
aeropuertos. Pero las relaciones están aún lejos de normalizarse y, por el
momento, Ankara no parece dispuesta a abandonar la autoproclamada República
Turca del Norte de Chipre.
El aislamiento diplomático de Siria
Washington acusa a Siria de proseguir
la guerra contra Israel a través de varios intermediarios: los servicios
secretos iraníes, el Hezbollah libanés y el Hamas palestino. Estados Unidos
fingió por lo tanto que consideraba al presidente sirio Bachar el-Assad como la
persona que había ordenado el asesinato del ex primer ministro libanés Rafik
Hariri. Washington se las arregló incluso para obtener la creación de un
Tribunal Penal Especial destinado a juzgar al presidente sirio.
Con sorprendente habilidad, Bachar el-Assad, a quien se presentaba como un «hijo
de papá» totalmente incompetente, logró salir de aquella situación sin hacer
concesiones ni disparar un tiro. Los testimonios de sus acusadores se
desinflaron uno tras otro y Saad Hariri, el hijo del difunto, dejó de reclamar
su arresto e incluso le hizo una amistosa visita en Damasco. Ya nadie quiere
financiar el Tribunal Especial y es posible que la ONU decida desmantelarlo
antes de que llegue a reunirse, a menos que traten de utilizarlo para acusar al
Hezbollah.
Para terminar, en respuesta a la secretaria de Estado Hillary Clinton, quien lo
conminaba a romper con Irán y con el Hezbollah, Bachar el-Assad organizó
inesperadamente un encuentro cumbre con el presidente iraní Mahmud Ahmadinejad y
con el máximo responsable del Hezbollah, Hassan Nasrallah.
¿Y Rusia?
La consolidación del triángulo
Turquía-Siria-Irán corresponde al declinar del poderío militar de Israel y
Estados Unidos. Dejar un espacio vacío es como invitar otras potencias a que lo
ocupen.
China se ha convertido en el principal socio comercial de Irán y se apoya en los
conocimientos de los Guardianes de la Revolución para vencer los escollos que la
CIA le opone en África. Aporta además un apoyo militar, tan discreto como
eficaz, al Hezbollah (al que probablemente entregó misiles tierra-aire y
sistemas de direccionamiento capaces de burlar las contramedidas electrónicas) y
al Hamas (que abrió una representación en Pekín). Pero, aun cuando se implica en
el escenario del Medio Oriente, China lo hace muy prudente y lentamente y no
tiene intenciones de asumir allí un papel decisivo.
Todas las expectativas apuntan por lo tanto hacia Moscú, ausente de esa región
desde el desmembramiento de la Unión Soviética. Rusia ambiciona recuperar su
antigua posición de potencia mundial, pero titubea en cuanto a implicarse antes
de haber resuelto los problemas que enfrenta en el antiguo espacio del Pacto de
Varsovia. Lo fundamental es que las élites rusas no tienen política alguna que
proponer en lugar del proyecto estadounidense de «rediseño» y se bloquean
precisamente en el mismo problema que Estados Unidos: debido al cambio de la
correlación de fuerzas ya no es posible aplicar una política de equilibrio entre
israelíes y árabes. Toda participación en la región implica, tarde o temprano,
una ruptura con el régimen sionista.
El reloj moscovita está detenido en 1991, en el momento de la conferencia de
Madrid. Moscú no acaba de entender que los acuerdos de Oslo (firmados en 1993) y
de Wabi Araba (1994) han fracasado en cuanto a la aplicación de la llamada
«solución de los dos Estados», ya actualmente irrealizable. La única opción
pacífica posible es la que se aplicó en Sudáfrica: abandono del apartheid y
reconocimiento de una sola nacionalidad para judíos y autóctonos, instauración
de una verdadera democracia basada en el principio de «un hombre, un voto». Esa
es ya la posición oficial de Siria e Irán, y será muy pronto, sin dudas, la de
Turquía.
La gran conferencia diplomática sobre el Medio Oriente que el Kremlin quería
organizar en Moscú en 2009, anunciada en la cumbre de Anápolis y confirmada por
varias resoluciones de la ONU, nunca llegó a producirse. Rusia dejó la pasar la
oportunidad de hacer su jugada.
Las élites rusas, que siguen gozando de gran prestigio en el Medio Oriente, ya
no suelen visitar esa región y, más que entenderla, la sueñan. En los años 1990
se entusiasmaron con las teorías románticas del antropólogo Lev Gumilev y
estaban en sintonía con Turquía, la única nación que, al igual que Rusia, es
simultáneamente europea y asiática. Sucumbieron después ante el carisma del
geopolítico Alexander Dugin, quien detestaba el materialismo occidental, pensaba
que Turquía estaba contaminada por el atlantismo y se extasiaba ante el
ascetismo de la Revolución iraní.
Esos impulsos se estrellaron, sin embargo, con el escollo de Chechenia, antes de
comenzar tan siquiera a concretarse. Rusia se vio brutalmente enfrentada a una
forma de extremismo religioso, que disponía del oculto apoyo de Estados Unidos y
era alimentada por los servicios secretos turcos y sauditas. Como consecuencia
de ello, toda alianza con un Estado musulmán parecía arriesgada y peligrosa. Y
cuando se restableció la paz en Grozny, Rusia no supo, o no quiso, asumir su
legado colonial. Como señaló en su análisis Gaidar Zhemal, presidente del Comité
Islámico de Rusia, esta última no podía pretender ser una nación euroasiática y
fingir al mismo tiempo que nada había sucedido y seguir considerándose aún un
Estado ortodoxo que tenía que protegerse de los turbulentos hermanitos
musulmanes. Rusia tenía–y sigue teniendo– que redefinirse a sí misma pensando en
ortodoxos y musulmanes como iguales.
Más que dejar para mañana la solución del problema de las minorías, y posponer
para pasado mañana la implicación en el Medio Oriente, Rusia pudiera, por el
contrario, apoyarse en socios externos musulmanes, otorgándoles la categoría de
terceros confiables, para emprender el diálogo interno. La Siria de Bachar el-Assad
constituye, por ejemplo, un modelo de Estado postsocialista en vías de
democratización que ha sabido preservar sus instituciones laicas y ha permitido
el florecimiento de las grandes religiones y de las diferentes corrientes de
esas religiones, incluyendo el más intransigente Islam wahabita, y preservando
al mismo tiempo la paz social.
La atracción económica
Por el momento, las élites rusas
están ignorando las advertencias de su ex jefe de Estado Mayor, el general
Leonid Ivashov, sobre la necesidad de establecer alianzas en Asia y en el Medio
Oriente, ante el imperialismo estadounidense. Como el politólogo Gleb Pavlovski,
prefieren pensar que los antagonismos geopolíticos van a disolverse por obra y
gracia de la globalización económica. También abordan el Medio Oriente, en
primer lugar, como un mercado.
El presidente Dimitri Medvedev acaba de emprender una gira que lo llevó a
Damasco y Ankara. Eliminó la exigencia de visado y abrió a las empresas rusas el
mercado común que ya venía instaurándose entre Turquía, Siria, Irán y también el
Líbano. Favoreció además la venta de un impresionante arsenal a todos esos
países. Más importante aún, negoció grandes trabajos decenales de construcción
de centrales eléctricas nucleares. Y finalmente, aprovechó la evolución
estratégica de Turquía para que ese país tuviera en cuenta las necesidades rusas
de tránsito de hidrocarburos. Un oleoducto ruso terrestre permitirá conectar el
Mar Negro con el Mediterráneo y parece que Ankara pudiera dejarse tentar por el
proyecto del gasoducto conocido como South Stream.
Límites de la implicación rusa
Exceptuando el sector económico, a
Moscú le cuesta trabajo consolidar su posición. Las antiguas bases navales
soviéticas en Siria han sido puestas nuevamente en servicio y abiertas a la
flota rusa del Mediterráneo, que les ha dado un uso limitado, sobre todo porque
la marina de guerra va a tener que reducirse en el Mar Negro. Todo transcurre
como si Moscú tratara de ganar tiempo y de posponer el problema israelí.
La cuestión es que cualquier condena [rusa] del colonialismo judío puede
reavivar problemas internos. En primer lugar porque, de manera caricaturesca y
poco halagadora, el apartheid israelí se remite al tratamiento de los chechenos.
También porque Rusia actúa bajo el peso de un complejo histórico, el del
antisemitismo. Vladimir Putin ha tratado varias veces de pasar la página
mediante gestos simbólicos como la nominación de un rabino en los ejércitos,
pero Rusia sigue sintiéndose incómoda en ese tema.
Pero no es posible seguir esperando porque las fichas ya están en movimiento.
Hay que asumir las consecuencias de una vez y por todas. Israel desempeñó un
papel determinante en cuanto a armar y entrenar las tropas georgianas que
atacaron y mataron a ciudadanos rusos en Osetia del Sur. A cambio de lo
anterior, el ministro georgiano de Defensa, Davit Kezerashvili, un hombre que
tiene doble nacionalidad israelí y georgiana, había alquilado dos bases aéreas a
las fuerzas armadas de Israel, de forma que los bombarderos israelíes pudieran
acercarse a Irán y atacarlo. Moscú soportó estoicamente la afrenta, sin tomar
medidas de respuesta ante Tel Aviv.
En el Medio Oriente ven con sorpresa esa falta de reacción. Es cierto que Tel
Aviv dispone de numerosos contactos entre las élites rusas y que no ha vacilado
en crear entre ellas verdaderas redes ofreciendo ventajas materiales en Israel a
mucha gente influyente. Pero Moscú dispone de muchos más contactos en Israel,
con un millón de ex soviéticos emigrados. Y pudiera entonces sacar a la palestra
a alguna personalidad capaz de desempeñar en la Palestina ocupada el papel que
asumió Frederik de Klerk en Sudáfrica, garantizando la liquidación del apartheid
e instaurando la democracia en el seno de un único Estado. Es ante esa
perspectiva que Dimitri Medvedev piensa que puede producirse un éxodo de
israelíes que no aceptarían esa nueva situación. Así que bloqueó la fusión
anteriormente anunciada del krai de Jabarovsk y el oblast autónomo judío de
Birobidyán. El presidente ruso, quien proviene de una familia judía convertida a
la iglesia ortodoxa rusa, tiene previsto reactivar esa entidad administrativa
fundada por Stalin en 1934 como alternativa a la creación del Estado de Israel.
Lo que entonces fue una república judía dentro de la Unión Soviética pudiera
servir en el futuro para acoger a los refugiados, los cuales serían realmente
bienvenidos ya que la demografía rusa está en pleno declive.
Pero son en definitiva las vacilaciones [rusas] en cuanto al programa nuclear
iraní lo que más sorprende. Cierto es que los comerciantes iraníes han
cuestionado constantemente las facturas presentadas por la construcción de la
central de Busher. No es menos cierto que los persas se han vuelto susceptibles
a fuerza de tener que sufrir la injerencia anglosajona. Pero el Kremlin también
ha estado enviando constantemente señales contradictorias. El presidente
Medvedev conversa con los occidentales y les garantiza el apoyo de Rusia en el
voto de las sanciones en el Consejo de Seguridad de la ONU. Mientras tanto,
Putin asegura a los iraníes que Rusia no los dejará indefensos si aceptan el
juego de la transparencia. En el terreno, los responsables se preguntan si los
dos dirigentes se han repartido los papeles en función de los interlocutores
como medio de buscar más ventajas, o si la existencia de un conflicto en la
cúpula del poder tiene paralizada a Rusia. Y es en realidad esto último lo que
sucede: el dúo Medvedev-Putin ha venido deteriorándose y la relación entre los
dos se ha convertido bruscamente en una guerra fratricida.
La diplomacia rusa ha dejado entrever a los Estados no alineados que una cuarta
resolución del Consejo de Seguridad de la ONU condenando a Irán sería preferible
a la adopción de sanciones unilaterales por parte de Estados Unidos y la Unión
Europea. Lo cual es falso ya que Washington y Bruselas utilizarán
automáticamente la resolución de la ONU para justificar sus propias sanciones
unilaterales suplementarias.
El presidente Medvedev declaró el 14 de mayo, en su conferencia de prensa
conjunta con su homólogo brasileño, que había establecido una posición común con
el presidente Obama durante una conversación telefónica: si Irán aceptaba la
proposición que se le hizo [en noviembre de 2009] para enriquecer su uranio en
el extranjero, ya no habría razón para prever la adopción de sanciones en el
Consejo de Seguridad. Pero cuando Irán firmó inesperadamente el Protocolo de
Teherán con Brasil y Turquía, Washington dio marcha atrás y Moscú se apresuró
imitarlo, violando así la palabra empeñada.
Cierto es que el representante permanente de Rusia en el Consejo de Seguridad,
Vitaly Churkin, eliminó un elemento substancial en el contenido de la resolución
1929 al excluir un embargo energético total… pero votó a favor. A falta de ser
eficaz, la resolución constituye un ultraje, tanto para Irán como para Brasil y
Turquía y para todos los Estados no alineados que apoyan la posición de Teherán.
Dicha resolución viola por demás los términos del Tratado de No Proliferación ya
que este garantiza a todos sus firmantes el derecho a enriquecer uranio,
mientras que la resolución 1929 del Consejo de Seguridad de la ONU prohíbe que
Irán lo haga. Rusia parecía ser, hasta ahora, el guardián del derecho
internacional. Ya no es así. Los no alineados en general, e Irán en particular,
han interpretado el voto ruso como la voluntad de una gran potencia de impedir
que las potencias emergentes alcancen la independencia energética que necesitan
para desarrollarse en el plano económico. Y será muy difícil que olviden ese mal
paso.
(*)Analista político
francés. Fundador y presidente de la Red Voltaire y de la conferencia Axis for
Peace. Última obra publicada en español: La gran impostura II. Manipulación y
desinformación en los medios de comunicación (Monte Ávila Editores, 2008).