La cumbre climática en Bolivia
ha tenido sus momentos de alegría y absurdos. En el fondo, se siente la emoción
que provocó este encuentro: rabia contra la impotencia
Por Naomi Klein -
The Nation
Eran
las 11 de la mañana y Evo Morales había transformado el estadio de futbol en un
gigantesco salón de clases, y había reunido una variedad de objetos de utilería:
platos de cartón, vasos de plástico, impermeables desechables, jícaras hechas a
mano, platos de madera y coloridos ponchos. Todos jugaron un papel para
demostrar un punto principal: para luchar contra el cambio climático
"necesitamos recuperar los valores de los indígenas".
Sin embargo, los países ricos tienen poco interés en aprender estas lecciones y,
al contrario, promueven un plan que, en el mejor de los casos, incrementaría la
temperatura global promedio en dos centígrados. "Eso implicaría que se
derritieran los glaciares de los Andes y los Himalaya", le dijo Morales a las
miles de personas reunidas en el estadio, como parte de la Conferencia Mundial
de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra. Lo
que no necesitaba decir es que no importa cuán sustentablemente elija vivir el
pueblo boliviano, pues no tiene el poder para salvar sus glaciares.
La cumbre climática en Bolivia ha tenido sus momentos de alegría, levedad y
absurdos. Sin embargo, en el fondo, se siente la emoción que provocó este
encuentro: rabia contra la impotencia.
No hay por qué sorprenderse. Bolivia está en medio de una dramática
transformación política, una que nacionalizó las industrias clave y elevó como
nunca antes las voces de los indígenas. Pero en lo que se refiere a su crisis
existencial más apremiante –el hecho de que sus glaciares se derriten a un ritmo
alarmante, lo cual amenaza el suministro de agua en dos de las principales
ciudades–, los bolivianos no pueden cambiar su destino por sí solos.
Eso se debe a que las acciones que provocan el derretimiento no se realizan en
Bolivia, sino en las autopistas y las zonas industriales de los países
fuertemente industrializados. En Copenhague, los dirigentes de las naciones en
peligro, como Bolivia y Tuvalu, argumentaron apasionadamente en favor del tipo
de reducciones a las emisiones de gases que podrían evitar una catástrofe.
Amablemente les dijeron que la voluntad política en el Norte simplemente no
existía. Y más: Estados Unidos dejó claro que no necesitaba que países pequeños
como Bolivia fueran parte de una solución climática. Negociaría un acuerdo con
otros emisores pesados a puerta cerrada y el resto del mundo sería informado de
los resultados e invitado a firmar, lo cual es precisamente lo que ocurrió con
el Acuerdo de Copenhague.
Cuando Bolivia y Ecuador rehusaron aprobarlo en automático, el gobierno
estadounidense recortó su ayuda climática en 3 millones y 2.5 millones de
dólares, respectivamente. "No es un proceso de a gratis", explicó Jonathan
Pershing, negociador climático estadounidense. (Aquí está la respuesta para
cualquiera que se pregunte por qué los activistas del Sur rechazan la idea del
"apoyo climático" y, en cambio, demandan el pago de "deudas climáticas".) El
mensaje de Pershing era escalofriante: si eres pobre, no tienes derecho a
priorizar tu propio supervivencia.
Cuando Morales invitó a "los movimientos sociales y los defensores de la madre
tierra, científicos, académicos, abogados y gobiernos", a venir a Cochabamba a
un nuevo tipo de cumbre climática, fue una revuelta contra esta sensación de
impotencia, fue un intento por construir una base de poder en torno al derecho a
sobrevivir.
El gobierno boliviano arrancó las discusiones proponiendo cuatro grandes ideas:
que se debería otorgar derechos a la naturaleza, que protejan de la aniquilación
a los ecosistemas (una "declaración universal de los derechos de la madre
tierra"); que aquellos que violen esos derechos y otros acuerdos ambientales
internacionales deberían enfrentar consecuencias legales (un "tribunal de
justicia climática"); que los países pobres deberían recibir varios tipos de
compensación por una crisis que ellos enfrentan pero tuvieron poco que ver en
crear ("deuda climática"), y que debería haber un mecanismo para que la gente en
el mundo exprese sus puntos de vista sobre estos temas (un "referéndum mundial
de los pueblos sobre cambio climático").
La siguiente etapa fue invitar a la sociedad civil global a ir discutiendo los
detalles. Se instalaron 17 grupos de trabajo y después de semanas de discusión
en línea se reunieron durante una semana en Cochabamba, con el fin de presentar
sus recomendaciones finales al término de la cumbre. El proceso es fascinante
pero lejos de ser perfecto (por ejemplo, como señaló Jim Shultz de Democracy
Center, al parecer, el grupo de trabajo sobre el referendo invirtió más tiempo
discutiendo si añadir una pregunta sobre abolir el capitalismo que discutiendo
cómo se le hace para llevar a cabo una consulta global). Sin embargo, el
entusiasta compromiso de Bolivia con la democracia participativa podría ser la
contribución más importante de la cumbre.
Esto porque luego de la debacle de Copenhague un tema de discusión tremendamente
peligroso se volvió viral: la verdadera culpable del fracaso era la democracia
en sí. El proceso de la Organización de Naciones Unidas (ONU), que da votos con
el mismo peso a 192 países, simplemente era demasiado difícil de manejar. Era
mejor encontrar soluciones en grupos pequeños. Hasta las voces ambientales de
confianza, como James Lovelock, cayeron en la trampa: "Tengo la sensación de que
el cambio climático puede ser un tema tan severo como la guerra", le dijo a The
Guardian recientemente. "Quizá sea necesario poner a la democracia en pausa
durante un tiempo". Pero en realidad son estos pequeños grupos, como el club
privado que forzó el Acuerdo de Copenhague, los que han ocasionado que perdamos
terreno y debilitado los acuerdos existentes, que de por sí son inadecuados. En
cambio, la política de cambio climático llevada a Copenhague por Bolivia fue
redactada por los movimientos sociales mediante un proceso participativo y el
resultado final fue, hasta el momento, la visión más transformadora y radical.
Con la cumbre de Cochabamba, Bolivia intenta globalizar lo que logró a escala
nacional e invitar al mundo a participar en redactar una agenda climática
conjunta, antes del próximo encuentro sobre cambio climático de la ONU, en
Cancún. En palabras del embajador de Bolivia ante Naciones Unidas, Pablo Solón,
"la única cosa que puede salvar a la humanidad de una tragedia es el ejercicio
de la democracia global".
Si está en lo correcto, el proceso boliviano podría no sólo salvar a nuestro
planeta que está calentándose, sino también a nuestras democracias en vías del
fracaso. No está mal el trato.
Traducción para La
Jornada: Tania Molina Ramírez.