llá por la segunda mitad del siglo XIX el médico estadounidense Samuel
Cartwright llamó “Drapetomanía” a una enfermedad que azotaba al mundo y
amenazaba el perfecto y natural estado de las cosas. Según su diagnóstico, era
un padecimiento que sólo los esclavos negros sufrían, un desorden mental que les
impedía aceptar su esclavitud y los empujaba a pagar aún con el precio de la
muerte su libertad.
En el año 1804, luego de 35 años de revolución, pagando el precio de la
muerte de una tercera parte de la población, los esclavos de la antigua colonia
francesa lograron romper las cadenas que los hacían esclavos y alcanzaron su
independencia. Y aunque la mayoría de las enciclopedias omitan este hecho, fue
Haití y no Inglaterra el primer país que abolió la esclavitud en el mundo.
Mientras tanto desde EEUU, donde entendían que no necesariamente la verdad
evidente de que “todos los hombres son creados iguales” incluía a los negros y
por eso la esclavitud seguía de moda, Thomas Jefferson, presidente y dueño de
esclavos, consecuente con el apoyo financiero que George Washington había dado a
los franceses durante la Revolución Haitiana, apoyó el intento de recolonización
de Napoleón Bonaparte. Pero el pueblo haitiano volvió a triunfar y EEUU tuvo que
contentarse con adherir al bloqueo económico contra la revolución que pregonaron
las principales potencias imperiales y negar su reconocimiento a la
independencia haitiana. Francia lo hizo en 1825, los británicos en 1839, pero
EEUU tuvo que meditarlo casi 60 años (1862) para entender la idea de una
república en donde los negros caminaran sin cadenas. Esa dificultad de
entendimiento la expondría claramente el Secretario de Estados norteamericano,
James Madison, en 1805: “La existencia de un pueblo negro en armas, (…) es un
espectáculo horrible para todas las naciones blancas”.
Una vez meditada y reconocida su independencia, cuando en 1872 barcos de
guerra alemanes obligaron a pagar reclamaciones financieras a Haití, los
haitianos pidieron ayuda a EEUU, aduciendo la Doctrina Monroe, la que decía que
EEUU no permitiría ninguna intromisión de las potencias europeas sobre
territorio americano. Sin embargo el presidente norteamericano Ulyses Grant hizo
oídos sordos.
En 1888 la marina de EEUU decidió bloquear las costas haitianas para
“persuadir” a que sea liberada una nave estadounidense que había violado sus
leyes. En 1891 bloqueó nuevamente esas costas, esta vez para que el gobierno le
permita instalar una base naval en Molé de Saint – Nicholas. El curriculum
diplomático estadounidense es impactante: entre 1857 y 1900, EEUU intervino
diecinueve veces contra Haití, por motivos que, aún no se sabe si por algún
extraño azar o su “Destino Manifiesto”, siempre favorecieron los intereses
estadounidenses en la isla.
En 1910 desde Washington impusieron un crédito de la Casa Speyer and Co y del
National City Bank, así como el Contrato Mac Donald. Esto hizo que Haití
perdiera su soberanía financiera y que los grandes pulpos norteamericanos
pudieran monopolizar la economía. Años más tarde, Woodrow Wilson, en un acto de
sentimentalismo, produjo la ocupación militar de la capital de Haití para
“ayudar” a que se resolvieran los conflictos legales en los que se habían metido
los monopolios norteamericanos.
En 1915, luego de presiones económico-políticas por parte de EEUU, fue
derrocado el presidente de Haití Davilmar Tréodore. Su sucesor, el general
Vilbrum Sam, ordenó la masacre de decenas de presos políticos, quien fue luego
ajusticiado en la vía pública. Esto, y el supuesto plan del Kaiser de invadir
Haití, fue un perfecto pretexto para que Woodrow Wilson se anticipara ante
dichos peligros y otorgara el perfecto remedio: una sangrienta ocupación militar
que duraría dos décadas. Durante la ocupación, la infantería de Marina
estadounidense y sus aliados haitianos masacraron a la resistencia popular
campesina. Para no aburrirse, no dejaron de bombardear diversas zonas rurales y
a la población civil asentada en ellas. En 1934, luego de cobrar las deudas del
City Bank y derogar el artículo constitucional que prohibía vender plantaciones
a los extranjeros, el ejército norteamericano volvió momentáneamente a casa.
Robert Lansing, secretario de Estado, aportando al diagnóstico que Cartwright
había realizado, justificaba la ocupación: el pueblo haitiano tiene “una
tendencia inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización”.
En 1937, el dictador de República Dominicana Rafael Leónidas Trujillo ejecutó
a sangre fría a 25.000 haitianos. EEUU quiso ayudar y organizó una reunión entre
las partes. Gracias a los esfuerzos de la diplomacia estadounidense se hizo
justicia: Haití recibió una indemnización de veintinueve dólares por cada uno de
los 18.000 haitianos que habían sido asesinados. (1)
En 1950 la Casa Blanca apoyó el golpe militar que puso a Paul Magloire en el
poder de Haití. En 1957 EEUU dio una amistosa bienvenida a Francois Duvalier
(“Papa Doc”), quien se mantuvo en el poder masacrando y empobreciendo al pueblo
haitiano hasta su pacífica muerte por causa natural en 1971, cuando su hijo de
sólo 19 años de edad, Jean-Claude Duvalier (“Baby Doc”), también bendecido por
EEUU, heredó el “trono democrático” y continuó la masacre hasta 1986. En ese
mismo año, luego de una rebelión popular, EEUU y Francia acordaron ayudar a
Haití, esta vez acelerando los trámites de la impune salida del dictador.
En 1987 el batallón Leopardo de las Fuerzas Armadas de Haití (casualmente
entrenado por los EEUU) junto a Escuadrones de la Muerte, ejecutaron a más de
mil campesinos, así como también al líder del Movimiento Democrático para la
Liberación de Haití, Louis-Engene Athis. Ese hecho hoy se recuerda como la
Masacre de Jean Rabel, y en su momento fue aplaudido por la Casa Blanca y
premiado duplicando su ayuda financiera y educación militar.
Pese a la injerencia sistemática que venía realizando hace más de dos siglos,
en 1988 la Casa Blanca se negó enfáticamente a intervenir en los “asuntos
internos” de Haití. El general Henri Namphy, en un “acto de soberanía”, derogaba
la Constitución aprobada por referéndum en 1987 y reprimía brutalmente a la
población. Como parte de su paquete de ayuda humanitaria, Washington endureció
las políticas inmigratorias para con los emigrantes haitianos que, huyendo de la
represión, se dirigían hacia EEUU.
En febrero de 1990 Jean-Bertand Aristide, ex-sacerdote identificado con la
teología de la liberación, fue electo presidente con el 67.5% de los votos,
siendo de esta manera el primer presidente democráticamente elegido en la
historia de su país. Cuando Aristide asumió el Gobierno en 1991, propuso
aumentar el salario mínimo de 1,76 a 2,94 dólares por día, pero la Agencia para
la Inversión y el Desarrollo de los Estados Unidos (USAID) se opuso a esta
propuesta, con el argumento de que significaría una “grave distorsión” del costo
de la mano de obra. Meses más tarde Aristide fue víctima de un golpe de Estado
perpetuado por Raúl Cedras y apoyado por la administración Bush a través de la
CIA. Una nefasta dictadura que dejó un saldo de 5.000 muertos y desaparecidos
En 1994 se organizó desde Washington la salida de la junta militar y el
regreso del presidente, quien terminó su mandato bajo las órdenes de la
operación “Restaurar la Democracia”, cuya principal preocupación fue que no se
vuelva a criticar y estigmatizar al capitalismo así como también asegurar la
fiel obediencia de cada una de las “recomendaciones” del Fondo Monetario
Internacional (FMI).
En las elecciones presidenciales de 1996, René Préval, ex primer ministro de
Aristide, obtuvo la victoria con el 88% de los votos. El nuevo presidente, de
formación izquierdista y progresista, se retiró de los lineamientos del sistema
económico liberal, aunque continuó con la campaña de privatizaciones de varias
empresas gubernamentales, debido a las constantes presiones del FMI.
En octubre del año 2000, oficiales al mando de Guy Philippe organizaron un
fallido golpe de Estado. Guy Philippe, policía haitíano entrenado a comienzos de
1990 en Ecuador por las fuerzas especiales de Estados Unidos, el mismo que en
algún momento se declaró admirador del dictador chileno Augusto Pinochet, se
refugió en la embajada de los Estados Unidos en Puerto-Príncipe.
Una vez finalizado el mandato de René Préval en 2001, fue elegido Aristide
nuevamente, ahora con el 91% de los sufragios. En 2003, el francés Regis Debray,
quien delató durante la campaña de Bolivia la posición del revolucionario
Ernesto “Che” Guevara (traición que llevaría a éste último a su muerte), y luego
liberado gracias a la ayuda del gobierno francés, exige la renuncia del
presidente, quien se niega.
En Febrero de 2004 entró en juego la operación “mañana seguro” del
departamento de estado norteamericano: envío de tropas con la excusa de proteger
su embajada y la democracia en Haití. El 29 de febrero se consumó el secuestro
de Aristide por parte de tropas norteamericanas, en donde sacaron del país al
presidente desconociendo el voto de la mayoría de la población. Los gobiernos de
las Naciones Unidas avalaron el secuestro. Sólo algunos gobiernos, como el de
Venezuela y Sudáfrica, solicitaron una investigación sobre los hechos que
originaron la salida del presidente Aristide. Las tropas norteamericanas, luego
de dejar cientos de muertos seguidores de Aristide, dejaron la tarea a cargo de
la MINUSTAH, quienes combaten a quienes claman por el regreso de su presidente y
encarcelan a quienes realizan trabajo social en las comunidades (como Gerar Jean
Just en Diciembre de 2004). En el 2006, René Préval resultó electo presidente de
Haití en una elección organizada y controlada por la ONU.
En la actualidad, Haití está en la posición 150 de 177 países en el Índice de
Desarrollo Humano de la ONU. Un 80% de la población vive en la pobreza. La mitad
de los haitianos no tiene acceso al agua potable. La esperanza de vida es de 50
años. La desigualdad es extrema: el 3 % de los habitantes tiene el 90% de la
riqueza de la nación. Tan sólo el 15% de la población está alfabetizada, en
donde apenas el 2% termina el ciclo escolar secundario. De aquellos que pueden
hacerlo, el 80% emigra en busca de otras alternativas, principalmente hacia EEUU,
fuga de cerebros que limita aun más las posibilidades de desarrollo económico
del país. Las remesas de aquellos que logran escapar del capitalismo haitiano
representan el 40% de su PBI.
Haití es un claro ejemplo de la barbarie que Rosa Luxemburgo profetizó como
destino del capitalismo. Una barbarie que ahora los medios de comunicación se
esfuerzan en disfrazar como resultado de un terremoto que sólo dio un tiro de
gracia a un sistema ya completamente inviable. Luego de más de dos siglos de
ocupación, saqueo y muerte, el derrumbe del palacio presidencial no es otra cosa
que una metáfora de un Estado que se cae a pedazos y pide a gritos su
reconstrucción.
Haití es un pueblo que, pese a la incesante lucha con aquellos que consideran
al diagnóstico de Cartwright aún vigente, mantiene intactas sus ansias de
libertad y se sigue rebelando aún con el alto precio de la muerte. Por eso, lo
que debemos recordar cada vez que prendemos nuestros televisores, es que el
horror que hoy vemos en Haití no es la consecuencia de un sismo, sino de lo que
el periodista argentino Rodolfo Walsh conceptualizó alguna vez como miseria
planificada.