l americano impasible era el personaje protagonista de la novela de Graham
Green sobre la primera guerra de Vietnam, la que combatieron los franceses. Era
un americano joven e ingenuo, hijo de un profesor, alguien que había disfrutado
una buena educación en Harvard, un idealista con la mejor de las intenciones.
Cuando fue destinado a Vietnam quiso ayudar a los nativos a superar dos males,
tales y como él los veía: el colonialismo francés y el comunismo. No conociendo
absolutamente nada del país en que actuaba, causó un desastre. El libro finaliza
con una masacre, resultado de sus errados esfuerzos. Era la ilustración del
viejo dicho de que “el camino al infierno de buenas intenciones está empedrado.”
Han pasado 54 años desde que este libro fuera escrito, pero parece que el
americano impasible no ha cambiado ni un ápice. Sigue siendo un idealista (al
menos, en lo que a la opinión de sí mismo respecta), aún quiere redimir a
pueblos extranjeros y lejanos de los que apenas sabe nada, aún provoca terribles
desastres: en Irak, Afganistán y ahora, según parece, en Yemen.
El iraquí es el ejemplo más palpable: los soldados americanos fueron destinados
con el objetivo de derrocar el régimen tiránico de Saddam Hussein. Hubo, por
descontado, algunos objetivos menos altruistas, como tomar el control de los
recursos petrolíferos iraquíes y estacionar un destacamento estadounidense en el
corazón de la región petrolífera del Oriente medio. Pero para el público
norteamericano la aventura fue presentada como una empresa idealista para
derrocar a un dictador sangriento que estaba amenazando al mundo con bombas
nucleares.
Todo eso fue hace seis años, y la guerra aún no ha terminado. Barack Obama, que
se opuso a la guerra desde su inicio, prometió sacar a los americanos de ella.
En el entretanto, a pesar de todas las promesas, el fin no parece siquiera
despuntar en el horizonte.
¿Por qué? Porque quienes toman las decisiones en Washington no tenían ni idea
del país ni del pueblo a los que pretendían liberar y ayudar a ser felices y
comer perdices.
Irak fue desde un buen comienzo un estado artificial. Los gobernantes británicos
cosieron varias provincias otomanas para confeccionarse un traje a la medida de
sus propios intereses coloniales. Coronaron a un árabe suní como rey de los
kurdos, que no son árabes, y de los chiitas, que no son suníes. Sólo una
sucesión de dictadores, cada uno de ellos más brutal que su antecesor, previno
que el estado estallara en pedazos.
Quienes planificaron la guerra en Washington no estaban interesados en la
historia, la demografía o la geografía del país en el que entraron por la fuerza
bruta. La manera en que lo contemplaban era en verdad sencilla: uno tenía que
derrocar al tirano, establecer instituciones democráticas siguiendo el modelo
estadounidense, celebrar elecciones libres y todo lo demás marcharía por su
propio pie.
Pero en contra de lo que esperaban, no fueron recibidos con flores. Tampoco
descubrieron la terrible bomba atómica de Saddam. Como el proverbial elefante en
la tienda de porcelana, lo destrozaron todo, destruyeron el país y se vieron
metidos en el cenagal hasta el cuello.
Tras años de sangrientas operaciones militares que no conducían a ninguna parte
encontraron un remedio temporal. Al infierno el idealismo, al infierno los
nobles ideales, al infierno las doctrinas militares. Ahora se limitan a sobornar
a los jefes tribales, que constituyen la realidad de Irak.
El americano impasible no tiene ni idea de cómo salir. Sabe que, si lo hace, el
país podría desintegrarse en medio de un baño de sangre.
* * *
Dos años antes de entrar en el atolladero iraquí, los americanos se habían
adentrado en el afgano.
¿Por qué? Porque una organización llamada al-Qaeda (“la base”) había
reivindicado la responsabilidad de la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva
York. Los líderes de al-Qaeda se encontraban en Afganistán, sus campos de
entrenamiento de terroristas se encontraban en Afganistán. Para los americanos
todo era claro como el agua: no había necesidad de pensárselo ni un segundo más
(ni, de hecho, de pensárselo en absoluto.)
Si hubieran tenido el conocimiento del país que estaban a punto de invadir puede
que hubieran vacilado. Afganistán ha sido siempre la tumba de sus invasores.
Poderosos imperios han escapado de allí con el rabo entre las piernas. A
diferencia de las llanuras iraquíes, Afganistán es un país montañoso: un paraíso
para las guerrillas. Es la patria de diferentes pueblos e incontables tribus,
cada una de ellas dispuesta a defender celosamente su independencia.
Pero nada de ello interesaba a quienes planificaron la guerra de Afganistán
desde Washington. Para ellos, por lo que parece, todos los países son iguales,
todas las sociedades son iguales. En Afganistán también habría de establecerse
una democracia siguiendo el modelo estadounidense, celebrarse unas elecciones
libres y justas y
¡voilà!
Todo lo demás se pondría al paso por su propio pie.
El elefante entró en la tienda sin llamar a la puerta y consiguió una
incontestable victoria. Las fuerzas aéreas asfaltaron el país de bombas, el
ejército conquistó por doquiera sin problemas, al-Qaeda se desvaneció como un
fantasma, los talibanes huyeron. Las mujeres podían reaparecer en las calles sin
haber de cubrirse el cabello, las muchachas podían ir a la escuela y los campos
de opio florecieron nuevamente a la par que los
protegés
de Washington en Kabul.
Sin embargo la guerra continúa, año tras año, y año tras año la cifra de
americanos muertos aumenta inexorablemente. ¿Para qué? Nadie lo sabe. Parece que
la guerra ha adquirido vida propia y se desarrolla sin objetivos y sin razón.
Un americano podría razonablemente preguntarse: ¿Qué diablos estamos haciendo
aquí?
* * *
El objetivo inmediato, la expulsión de al-Qaeda de Afganistán, ha sido
conseguido con creces. Al-Qaeda ya no está en el país, si es que alguna vez lo
estuvo.
En una ocasión escribí que al-Qaeda es una invención y que Osama Bin Laden había
sido enviado a Afganistán por alguna agencia de actores de Hollywood para
interpretar su papel. Era demasiado bueno como para ser cierto.
Naturalmente que exageraba. Pero no del todo. Los Estados Unidos necesitan
constantemente de un enemigo mundial. En el pasado fue el comunismo
internacional, cuyos agentes acechaban detrás de cada árbol y debajo de cada
adoquín. Pero he aquí que la Unión Soviética y sus satélites se desplomaron y
hubo una necesidad urgente de encontrar un enemigo que llenase el hueco. Y ahí
estaba la yihad mundial de al-Qaeda. La destrucción del “terrorismo
internacional” se convirtió en el objetivo estadounidense por excelencia.
Este objetivo es un sinsentido. El terrorismo no es más que un instrumento de la
guerra. Es empleado por organizaciones que difieren enormemente las unas de las
otras, que están luchando en países completamente diferentes por objetivos
completamente diferentes. Librar una guerra contra el “terrorismo internacional”
es como librarla contra la “artillería internacional” o las “fuerzas navales
internacionales.”
No existe ningún movimiento mundial dirigido por Osama Bin Laden. Gracias a los
americanos, al-Qaeda se ha convertido en una franquicia en el mercado
guerrillero, bastante parecida a lo que McDonald's y Armani son para el mundo de
la comida rápida y la moda. Cada organización islamista militante puede emplear
el nombre, incluso sin ser una franquicia directa de Bin Laden.
Los regímenes clientelares de los Estados Unidos, que acostumbraban a etiquetar
como “comunistas” a sus opositores para procurarse la ayuda de sus patrones,
ahora los etiquetan como “terroristas de al-Qaeda.”
Nadie sabe a ciencia cierta dónde está Bin Laden –si es que en alguna parte– y
no hay ninguna prueba de que esté en Afganistán. Algunos creen que se encuentra
en la vecina Pakistán. E incluso si se escondiera en Afganistán, ¿qué
justificación es ésa de librar una guerra y asesinar a miles de personas para
capturar un solo individuo?
Algunos dicen: OK, no está Bin Laden. Pero hay que evitar el retorno de los
talibanes.
¿Y por qué? ¿En qué incumbe a los EE.UU. quien gobierne en Afganistán? Uno puede
detestar a los fanáticos religiosos en general y a los talibanes en particular,
¿pero es ése motivo para una guerra que no parece tener fin?
Si los propios afganos prefieren los talibanes a los traficantes de opio que
gobiernan en Kabul es su problema. Y parece que así lo prefieren, a la vista de
cómo los talibanes controlan nuevamente la mayoría del país. No hay ninguna
razón de peso para librar una guerra como la de Vietnam.
¿Pero cómo salir de ella? Obama no lo sabe. Durante la campaña electoral
prometió, con la insensatez del candidato, ampliar la guerra en Afganistán como
compensación por retirarse de Irak. Ahora está metido hasta la cintura en ambos
sitios y en el futuro próximo todo apunta a que se sumará una tercera guerra.
* * *
Durante los últimos días el nombre de Yemen ha estado apareciendo aquí y allá
cada vez más y más. Yemen: un segundo Afganistán, un tercer Vietnam.
El elefante se muere de ganas de entrar en una nueva tienda. Y en esta ocasión
tampoco le importa la porcelana.
Yo no sé mucho sobre Yemen, pero sé lo suficiente como para saber que sólo un
loco querría verse atrapado allí. Se trata de otro estado artificial, compuesto
de dos partes: el país de Saná en el norte y el antiguo sur británico. La
mayoría del país es de terreno montañoso, gobernado por beligerantes tribus que
recelan de su independencia. Como Afganistán, es un territorio ideal para la
guerra de guerrillas.
Allí también existe una organización que ha adoptado el altisonante nombre de
“Al-Qaeda de la Península Árabe” (después de que los militantes yemeníes se
unieran a sus hermanos saudíes). Pero sus jefes están menos interesados en la
revolución mundial que en las intrigas y batallas de estas tribus entre ellas y
contra el gobierno “central”, una realidad con una historia milenaria. Sólo un
loco pondría su pie en esta tierra.
El nombre de Yemen significa “país a la derecha”. (Si se mira a la Meca desde el
Oeste, Yemen se encuentra a la derecha y Siria a la izquierda.) El lado derecho
también connota felicidad, y el nombre de Yemen está relacionado con al-Yamana,
la palabra árabe que expresa el estar feliz. Los romanos la llamaron Arabia
Felix porque existía un rico comercio de especias. (Por cierto, puede que
Obama esté interesado en prestar atención a que otro líder de una superpotencia,
el César Augusto nada menos, intentó en una ocasión invadir Yemen y fracasó.)
Si el americano impasible, con su mezcla habitual de idealismo e ignorancia,
decide llevar la democracia y otras chucherías a la zona, entonces será el fin
de la felicidad. Los americanos se hundirán en otro cenagal, decenas de miles de
personas serán asesinadas y todo terminará en un desastre.
* * *
Acaso la raíz del problema esté –inter alia– en la arquitectura de
Washington D.C.
La ciudad está llena de enormes edificios ocupados por los ministerios y
oficinas de la única superpotencia del mundo. La gente que allí trabaja puede
sentir el enorme poderío de su imperio. Miran a los jefes tribales de Afganistán
y Yemen como los rinocerontes a las hormigas que caminan bajo sus pies. Pero el
rinoceronte pasa por encima de ellas sin darse cuenta y las hormigas sobreviven.
Acaso nuestro americano impasible se asemeje más bien al Mefistóteles del
Fausto de Goethe, que se define a sí mismo como la fuerza que “siempre
quiere lo malo y siempre crea lo mejor”. Salvo que lo hace en el orden
contrario.