(IAR
Noticias) 17-Julio-09
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Depresión: La gente hace cola
para intentar conseguir un empleo en un hotel de Times Square, EEUU. (foto
AFP) |
¿Cómo se le puede pedir que se reconozca como clase, con problemas comunes,
a quien, si es que aún trabaja, lo hace cada vez menos junto con otros,
durante periodos cada vez más cortos y ve el trabajo no ya como algo que se
respeta sino que se soporta?.
Por
Umberto Eco -
LEspresso
Los de mi generación, que encararon el Sesenta y Ocho entre los treinta y
cinco y los cuarenta años, demasiado mayores ya para ser estudiantes en
revuelta y demasiado jóvenes para ser venerables ancianos que rehuían el
enfrentamiento, se han visto durante largo tiempo chantajeados por la clase
obrera. Mejor dicho, no por la propia clase, los pobres, con todos los
problemas que tenían, sino por sus adoradores burgueses de izquierdas que,
apelando al nacimiento de una ciencia proletaria, te preguntaban qué sentido
tenía seguir ocupándose de Dante, de Kant o de Joyce. Y como, de una u otra
forma, lo que se quería era seguir hablando de ello incluso en una facultad
ocupada (bastaba con quererlo y era perfectamente posible) nos esforzábamos
por demostrar cómo, a la larga, conocer a Dante o a Joyce también podía
contribuir a la redención de la clase obrera.
Ni que decir tiene el alivio que muchos de nosotros sentimos al descubrir que
había acabado el tiempo en que los obreros no tenían nada que perder, excepto
sus cadenas, porque, pudiendo perder el televisor, la nevera, la pequeña
cilindrada y el poder ver a muchas velinas
todas las noches, ya votaban a Berlusconi y a Bossi -desviando su propia
indignación de los capitalistas a los extracomunitarios. El comportamiento de
los proletarios de antaño se había convertido en el típico del subproletariado.
¡Por fin –se exclamó-, ya no tenemos que hacernos cargo de la clase obrera!
¿Que son más pobres ahora que hace algunos años? Ellos son los que han
preferido las rondas a los sindicatos. Libres del chantaje de la clase obrera,
ahora escribiremos no sólo sobre Dante, sino inclusive sobre Burchiello y,
como el protagonista de 'A rebours', pondremos sobre nuestra alfombra persa
una tortuga con el caparazón incrustado de rubíes, turquesas, aguamarinas y
crisoberilos verde espárrago.
Malhumores aparte, la clase obrera se ha vuelto invisible: los obreros, como
ha dicho Ilvo Diamanti, ya no constituyen una masa crítica y sólo nos damos
cuenta de que existen cuando mueren en algún accidente laboral. Encuentro esta
cita casi al principio de un panfleto, muy irritado y muy amargo, de Furio
Colombo, 'La paga' (Saggiatore, 14). Por el título y por una imagen más bien
estajanovista que hay en la cubierta podría pensarse en un discurso distinto
sobre la clase obrera, pero en este libelo no se nombra a la clase obrera,
como si ya, con la descalificación de los sindicatos, el fin de las
ideologías, el nacimiento de nuevos partidos que han absorbido desde la
derecha los descontentos que en tiempos se ubicaban a la izquierda, esas
denominaciones hubiesen perdido todo su interés. En ese libro no se habla de
la desaparición de la clase de los trabajadores, sino de la desaparición del
trabajo.
La idea puede parecer rara, pero, pensándolo bien, entre la desregulación, el
hundimiento de los imperios financieros, la caída de las Bolsas, gerentes que
dejan su despacho con una caja de cartón debajo del brazo y un bonus
estratosférico en la cartera, el desprecio del trabajo se difunde por doquier,
en las declaraciones oficiales y en la política de tres al cuarto. A la
Confindustria [la Confederación de los Empresarios] le sigue pareciendo
siempre excesivo el coste del trabajo, las empresas hacen todo lo posible por
disolver los grandes centros de producción entre una pluralidad de personas
que no se conocen entre sí, se sientan ante un ordenador lejos de la capital y
trabajan proyectos sin ninguna garantía de continuidad; la transformación de
las grandes compañías de lugares en los que se producía (y por lo tanto se
necesitaba mano de obra especializada) en paquetes que se venden y revenden y
que, por consiguiente, resultan más atractivos en el mercado financiero cuanto
más se hayan aligerado de los costes laborales, ha llevado a aceptar sin
indignación ni estupor las campañas contra los sindicatos (que ya se
consideran sanguijuelas parasitarias) e incluso contra los propios
trabajadores. Y he aquí, puede que hasta demasiado fiel al programa de un
libelo, la descripción de un ministro [de Administración Pública, Brunetta],
cuyo verdadero objetivo "no es llevar justicia y meritocracia a la
administración pública " sino "denigrar el trabajo, humillarlo, ridiculizarlo
y desmentirlo, mostrar el flanco poco fiable y un poco innoble de los
funcionarios".
Pero, aparte las intenciones de Brunetta, se perfila otro fenómeno: si antes
el problema era proporcionarle suficiente tiempo libre a quien trabaja, hoy se
nos regala a todos un 'tiempo vacío', el de la espera de un primer trabajo,
entre un despido y la firma de un nuevo contrato eventual, entre el principio
y el final de una cassa integrazione [similar al ERE]. En fin, ¿cómo
se le puede pedir que se reconozca como clase, con problemas comunes, a quien,
si es que aún trabaja, lo hace cada vez menos junto con otros, durante
periodos cada vez más cortos y ve el trabajo no ya como algo que se respeta
sino que se soporta, come un accidente cuya vida es cada vez más breve, si una
milagrosa automatización que ni siquiera requiere operadores en la consola
resolverá los problemas económicos y todos gozaremos de una libre e infinita
circulación de 'subprimes'?.
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Traducido para Rebelión por Liliana Piastra
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