(IAR
Noticias)
09-Junio-09
Los memorandos sobre tortura
revelados por la Casa Blanca suscitaron asombro, indignación y sorpresa.
Por
Noam Chomsky (*) - Revista
Sin Permiso
El asombro y la indignación eran entendibles; la
sorpresa, no tanto. Por principio de cuentas, aun sin investigación, era
razonable suponer que Guantánamo era una cámara de tortura. ¿Para qué, si no,
enviar prisioneros a un lugar donde estarían fuera del alcance de la ley; un
lugar, por cierto, que Washington utiliza en violación de un tratado impuesto a
Cuba a punta de pistola? Desde luego, se adujeron razones de seguridad, pero
sigue siendo difícil tomarlas en serio. Las mismas sombrías expectativas se
tuvieron acerca de los sitios negros, prisiones secretas del gobierno de Bush, y
por la rendición extraordinaria, o captura extrajudicial de sospechosos en otros
países, y se cumplieron.
Más importante es que la tortura ha sido práctica de rutina desde los
primeros días de la conquista del territorio nacional, y continuó empleándose a
medida que las aventuras imperiales del imperio infante –como George Washington
llamaba a la nueva república– se extendieron a Filipinas, Haití y demás lugares.
Tengamos en mente también que la tortura fue el menor de muchos crímenes de
agresión, terror, subversión y estrangulamiento económico que han oscurecido la
historia estadounidense, como ocurre también con otras grandes potencias.
En consecuencia, lo sorprendente es ver las reacciones a la revelación de
esos memorandos del Departamento de Justicia, incluso las de algunos de los
críticos más francos y elocuentes del mal gobierno de Bush: Paul Krugman, por
ejemplo, quien escribió que solíamos ser una nación de ideales morales y que
nunca antes de Bush habían nuestros líderes traicionado en forma tan absoluta
todo lo que esta nación ha postulado. Por decir lo menos, esta visión común
refleja una versión bastante sesgada de la historia estadounidense.
De cuando en cuando se ha abordado en forma directa el conflicto entre lo que
postulamos y lo que hacemos. Un distinguido académico que emprendió esa tarea
fue Hans Morgenthau, fundador de la teoría de las relaciones internacionales
realistas. En un estudio clásico, publicado en 1964 a la luz de Camelot,
Morgenthau desarrollaba la visión convencional de que Estados Unidos tiene un
propósito trascendental: instaurar la paz y la libertad en su territorio y de
hecho en todas partes, puesto que la arena dentro de la cual Estados Unidos debe
defender y promover su propósito ha alcanzado dimensiones mundiales. Pero, como
académico escrupuloso, también reconoció que el registro histórico era
radicalmente inconsistente con ese propósito trascendental.
No debemos dejarnos confundir por esa discrepancia, aconsejaba Morgenthau; no
debemos confundir el abuso de la realidad con la realidad misma. La realidad es
el propósito nacional incumplido, como se revela en la evidencia de la historia
según la refleja nuestra mente. Lo que ocurría en los hechos no era más que el
abuso de la realidad.
La revelación de los memorandos sobre tortura condujo a otros a reconocer el
problema. En el New York Times, el columnista Roger Cohen reseñó un nuevo
libro, The Myth of American Exceptionalism, del periodista británico
Geoffrey Hodgson, quien concluye que Estados Unidos no es más que una nación
grande, pero imperfecta, entre otras. Cohen concede que la evidencia apoya la
opinión de Hodgson, pero de todos modos le parece que yerra al no entender que
Estados Unidos nació como una idea, y por eso tiene que llevarla adelante. La
idea de Estados Unidos se revela en el nacimiento de la nación como ciudad en
una colina, noción inspiradora que reside muy en el fondo de la sique
estadounidense, así como en el distintivo espíritu individualista y emprendedor
de los estadounidenses, que se demuestra en la expansión hacia el oeste. El error
de Hodgson, según eso, es apegarse a las distorsiones de la idea estadunidense,
al abuso de la realidad.
Volvamos la atención hacia la realidad en sí: hacia la idea de Estados Unidos
desde sus primeros días.
Vengan a ayudarnos
La frase inspiradora una ciudad en una colina fue acuñada en 1630 por John
Winthrop, quien la tomó de los evangelios para esbozar el futuro glorioso de una
nación ordenada por Dios. Un año antes la colonia de la Bahía de Massachusetts
creó su Gran Sello, el cual mostraba un indígena de cuya boca salía un
pergamino, en que se leían las palabras Vengan a ayudarnos. Así, los
colonialistas británicos se representaban como humanistas benévolos que
respondían a las súplicas de los miserables nativos para rescatarlos de su
amargo destino pagano.
De hecho, el Gran Sello es la representación gráfica de la idea de Estados
Unidos desde su nacimiento. Debe ser exhumada desde las profundidades de la
sique y desplegada en los muros de todos los salones de clase. Debió aparecer
sin duda en el fondo de toda la pleitesía estilo Kim Il-Sung que se le rendía a
ese salvaje asesino y torturador llamado Ronald Reagan, quien alegremente se
describía como el líder de una reluciente ciudad en la colina mientras
orquestaba algunos de los crímenes más espantosos de sus años en el cargo,
notoriamente en Centroamérica, pero también en otros lugares.
El Gran Sello fue una proclamación temprana de la intervención humanitaria,
para usar una frase en boga. Como ha ocurrido comúnmente desde entonces, la
intervención humanitaria condujo a una catástrofe para los supuestos
beneficiarios. El primer secretario de Guerra, el general Henry Knox, describió
la absoluta extirpación de todos los indios en las partes más populosas de la
unión por medios más destructivos para los nativos indígenas que la conducta de
los conquistadores de México y Perú.
Mucho después de que sus propias significativas aportaciones al proceso
quedaran en el pasado, John Quincy Adams deploró el destino de “esa infortunada
raza de americanos nativos, a quienes exterminamos con tanta crueldad pérfida y
despiadada… entre los atroces pecados de esta nación, por los cuales creo que
Dios algún día la llevará a juicio”. Esa crueldad pérfida y despiadada continuó
hasta que se conquistó el oeste. En vez del juicio de Dios, los atroces pecados
sólo han traído hoy elogios por la culminación de la idea estadounidense.
La conquista y colonización del oeste mostraron sin duda ese espíritu
individualista y emprendedor tan elogiado por Roger Cohen. Así ocurre por lo
regular con las empresas de colonización, la forma más cruel del imperialismo.
Los resultados fueron ensalzados por el respetado e influyente senador Henry
Cabot Lodge en 1898. Al convocar a la intervención en Cuba, Lodge elogió nuestro
historial de conquista, colonización y expansión territorial, inigualado por
ningún pueblo en el siglo XIX, y llamó a no detenerlo ahora, cuando los cubanos
también suplicaban, según las palabras del Gran Sello, vengan a ayudarnos.
Su ruego fue atendido. Estados Unidos envió tropas, con lo cual impidió que
Cuba se liberara de España y la convirtió en una colonia virtual, como continuó
siéndolo hasta 1959.
La idea estadounidense fue ilustrada tiempo después por la notable campaña
emprendida por el gobierno de Dwight D. Einsenhower para devolver a Cuba al
lugar apropiado, luego que Fidel Castro entró en La Habana en enero de 1959 y
liberó por fin a la isla del dominio extranjero, con enorme apoyo popular, como
Washington reconoció a regañadientes. Lo que siguió fue: una guerra económica,
con la mira claramente delineada de castigar al pueblo cubano para que derrocara
al desobediente gobierno de Castro; una invasión; la dedicación de los hermanos
Kennedy a llevar a Cuba los terrores de la Tierra (frase del historiador Arthur
Schlesinger en su biografía de Robert Kennedy, quien tenía esa tarea entre sus
máximas prioridades), y otros crímenes que continúan hasta el presente, en
desafío a una opinión mundial prácticamente unánime.
Por lo regular los orígenes del imperialismo
estadounidense se hacen remontar
a la invasión de Cuba, Puerto Rico y Hawai en 1898. Pero eso es sucumbir a lo
que el historiador del imperialismo Bernard Porter llama la falacia del agua
salada, la idea de que la conquista sólo se vuelve imperialista cuando cruza
agua de mar. Es decir, si el Misisipi hubiera semejado al mar de Irlanda, la
expansión hacia el oeste habría sido imperialismo. De George Washington a Henry
Cabot Lodge, los que participaron en la empresa tuvieron una visión más clara de
lo que hacían.
Luego del éxito de la intervención humanitaria en Cuba, en 1898, el siguiente
paso en la misión asignada por la Providencia fue conferir las bendiciones de la
libertad y la civilización a todos los pueblos rescatados de Filipinas (en
palabras de la plataforma del Partido Republicano de Lodge)… por lo menos a los
que sobrevivieron a las matanzas y al uso extendido de la tortura y demás
atrocidades que las acompañaron. Esas almas afortunadas fueron dejadas a la
merced del gobierno filipino de paz instaurado por Estados Unidos dentro de un
modelo recién ideado de dominio colonial, que se apoyaba en fuerzas de seguridad
adiestradas y equipadas para aplicar avanzados métodos de vigilancia,
intimidación y violencia. Modelos similares se adoptarían en muchas otras zonas
donde Estados Unidos impuso brutales guardias nacionales y otras fuerzas a su
servicio.
Paradigma de apremios
En los 60 años pasados, las víctimas en todo el mundo han soportado el
paradigma de tortura de la CIA, desarrollado a un costo que llegó a mil millones
de dólares anuales, según documenta el historiador Alfred McCoy en su libro A
Question of Torture. Allí muestra cómo los métodos de tortura desarrollados
por la CIA a partir de la década de 1950 aparecen, con pocas variantes, en las
fotografías infames de la prisión de Abu Ghraib, en Irak. No hay hipérbole en el
título del penetrante estudio de Jennifer Harbury sobre el historial de tortura
estadounidense: Truth, Torture, and the American Way. Así pues, es
sumamente engañoso, por decir lo menos, que los investigadores del descenso de
la banda de Bush a las cloacas del mundo lamenten que al emprender la guerra
contra el terrorismo, Estados Unidos haya extraviado el rumbo.
No se quiere decir con esto que Bush-Cheney-Rumsfeld et al no hayan
incorporado innovaciones importantes. En la práctica normal estadounidense, la
tortura se encomendaba a subsidiarios, no la ejecutaban estadounidenses
directamente en cámaras de tortura propias, instaladas por su gobierno. En
palabras de Allan Nairn, quien ha llevado a cabo algunas de las investigaciones
más reveladoras y valerosas sobre el tema: Lo que la [prohibición de la tortura]
de Obama cancela es ese pequeño porcentaje de tortura que hoy realizan
estadounidenses, pero conserva el conjunto abrumador de la tortura del sistema,
que es llevado a cabo por extranjeros bajo patrocinio estadounidense. Obama
podría dejar de apoyar a fuerzas extranjeras que torturan, pero ha elegido no
hacerlo.
Obama no acabó con la práctica de la tortura, observa Nairn, sino sólo la
cambió de lugar, restaurando la norma estadounidense de indiferencia hacia las
víctimas. “Es un retorno al status quo anterior –escribe Nairn–, al
régimen de tortura que va de Ford a Clinton, y que año con año produjo más
agonía con respaldo estadounidense de la que se produjo durante los años de Bush/Cheney.”
En ocasiones el involucramiento
estadounidense en la tortura ha sido aún más
indirecto. En un estudio realizado en 1980, el latinoamericanista Lars Schoultz
descubrió que la ayuda exterior estadounidense “ha tendido a fluir en forma
desproporcionada hacia gobiernos latinoamericanos que torturan a sus ciudadanos…
a los mayores violadores de los derechos humanos fundamentales en el
hemisferio”. Estudios más amplios de Edward Herman encontraron la misma
correlación, y también sugirieron una explicación. No es sorprendente que la
ayuda estadounidense tienda a correlacionarse con un clima favorable a los
negocios, que por lo común mejora con el asesinato de organizadores de obreros y
campesinos y activistas pro derechos humanos y otras acciones semejantes, lo
cual produce una segunda correlación entre la ayuda y las monumentales
violaciones a los derechos humanos.
Estos estudios se llevaron a cabo antes de los años de Reagan, cuando no
valía la pena estudiar el tema porque esas correlaciones eran patentes. No es
extraño, pues, que el presidente Obama nos aconseje mirar hacia delante y no
hacia atrás, doctrina conveniente para los que blanden los garrotes. Los que son
golpeados por ellos tienden a ver el mundo en forma diferente, con gran molestia
de nuestra parte.
Se puede argumentar que la aplicación del paradigma de tortura de la CIA
nunca violó la Convención sobre Tortura de 1984, al menos en la forma en que fue
interpretada por Washington. McCoy señala que el muy sofisticado paradigma de la
CIA se desarrolló a enorme costo en las décadas de 1950 y 1960, con base en la
técnica de tortura más devastadora de la KGB, que se reservaba para el tormento
mental, no físico, el cual se consideraba menos efectivo para convertir a las
personas en vegetales manejables. McCoy escribe que el gobierno de Reagan revisó
en forma minuciosa la Convención Internacional sobre Tortura “con cuatro
detalladas ‘reservas’ diplomáticas enfocadas en una sola palabra de las 26
páginas impresas de la convención: la palabra ‘mental’”. Añade: Estas reservas
diplomáticas de intrincada construcción redefinían la tortura, según la
interpretación de Estados Unidos, excluyendo la privación sensorial y el dolor
autoinfligido: precisamente las técnicas que la CIA había refinado a un costo
tan alto. Cuando Clinton envió al Congreso la Convención de la ONU para su
ratificación, en 1994, incluyó las reservas de Reagan. Por tanto, el presidente
y el Congreso excluyeron el núcleo del paradigma de tortura de la CIA de la
interpretación estadounidense de la Convención, y esas reservas, observa McCoy,
fueron “reproducidas al pie de la letra en la legislación promulgada para dar
fuerza de ley a la Convención de la ONU“. Ésa es la mina política de tierra que
estalló con fuerza tan fenomenal en el escándalo de Abu Ghraib y en la
vergonzosa Ley de Comisiones Militares (que permite crear comités castrenses
para juzgar a presuntos enemigos extranjeros/ N de la T), la cual se aprobó en
2006 con apoyo de los dos partidos. Bush, desde luego, fue más allá de sus
predecesores al autorizar violaciones flagrantes del derecho internacional, y
varias de sus innovaciones extremistas fueron echadas abajo por los tribunales.
Mientras Obama, como Bush, expresa con elocuencia nuestro indeclinable respeto
al derecho internacional, parece decidido a restaurar sustancialmente las
medidas extremistas de Bush.
En el importante caso Boumediene versus Bush, de junio de 2008, la Suprema
Corte rechazó la afirmación anticonstitucional del gobierno de Bush de que los
prisioneros de Guantánamo no tienen derecho al recurso de habeas corpus.
El columnista Glenn Greenwald, de Salon.com, relata lo que pasó después.
Buscando preservar la atribución de secuestrar personas en otras partes del
mundo y encarcelarlas sin el proceso debido, el gobierno de Bush decidió
enviarlas a la prisión de la base aérea estadounidense de Bagram, en Afganistán,
con lo cual trató al veredicto del caso Boumediene, fundamentado en nuestras
garantías constitucionales más elementales, como si fuera un juego tonto: si
llevas a los prisioneros a Guantánamo, tienen derechos constitucionales; si los
llevas a Bagram, puedes desaparecerlos para siempre sin proceso judicial. Obama
adoptó la postura de Bush, al presentar una promoción ante un tribunal federal
en la que, en dos oraciones, declaraba que adoptaba la teoría más extremista de
Bush sobre el tema, alegando que los prisioneros llevados a Bagram desde
cualquier parte del mundo (en el caso en cuestión, yemenitas y tunecinos
capturados en Tailandia y en Emiratos Árabes Unidos) pueden permanecer en
prisión por tiempo indefinido sin ningún derecho, siempre y cuando se les
mantenga en Bagram y no en Guantánamo. Sin embargo, en marzo pasado un juez
federal designado por Bush rechazó la postura Bush/Obama y sostuvo que la
argumentación del caso Boumediene se aplica punto por punto tanto a Bagram como
a Guantánamo. El gobierno de Obama anunció que impugnaría el fallo, con lo cual
su Departamento de Justicia, concluye Greenwald, se colocó “claramente a la
derecha de un poder extremadamente conservador y favorable al Ejecutivo –los 43
jueces nombrados por Bush–, en lo tocante a asuntos de poder ejecutivo y
detenciones violatorias del proceso debido”, y en violación radical de las
promesas de campaña de Obama y sus posturas anteriores.
El caso Rasul versus Rumsfeld parece seguir una trayectoria similar. Los
demandantes sostenían que Rumsfeld y otros altos funcionarios fueron
responsables de las torturas a las que se les sometió en Guantánamo, adonde se
les envió después de ser capturados por el señor de la guerra uzbeko
Rashid Dostum. Afirmaban que habían viajado a Afganistán para ofrecer ayuda
humanitaria. Dostum, notorio rufián, era el líder de la Alianza del Norte,
facción afgana apoyada por Rusia, Irán, India, Turquía y los estados del centro
de Asia, y por Estados Unidos cuando atacó Afganistán, en octubre de 2001.
Dostum los entregó a la custodia
estadounidense, supuestamente a cambio de una
recompensa. El gobierno de Bush intentó que el caso se sobreseyera. En fecha
reciente el Departamento de Justicia de Obama presentó una moción en apoyo a la
postura del gobierno anterior de que los funcionarios no eran culpables de
tortura y otras violaciones al proceso debido, sobre la base de que los
tribunales todavía no precisaban los derechos de que gozaban los prisioneros.
También se ha informado que el gobierno de Obama pretende revivir las
comisiones militares, una de las violaciones más graves al estado de derecho
perpetradas en los años de Bush. Existe una razón, según William Galverson, del
New York Times: Funcionarios que trabajan en el asunto de Guantánamo
dicen que los abogados del gobierno están preocupados de que vayan a enfrentar
obstáculos significativos para enjuiciar a algunos sospechosos de terrorismo en
tribunales federales. Los jueces podrían poner dificultades para procesar a
detenidos que fueron sometidos a tratamiento brutal, o impedir que los fiscales
utilicen testimonios de oídas recabados por agencias de inteligencia. Al
parecer, lo consideran una grave falla del sistema de justicia penal.
Creación de terroristas
Aún se debate mucho si la tortura ha sido eficaz para obtener información; la
premisa, al parecer, es que si es eficaz, entonces está justificada. Según el
mismo argumento, cuando Nicaragua capturó al piloto estadounidense Eugene
Hasenfuss, en 1986, luego de derribar su avión, en el que llevaba ayuda para las
fuerzas de la contra, respaldadas por Washington, no debió ser juzgado y,
una vez hallado culpable, devuelto a Estados Unidos, como hizo Nicaragua. Se
debió haber aplicado el paradigma de tortura de la CIA para tratar de extraer
información acerca de otras atrocidades terroristas que se planeaban en
Washington, lo que no era asunto menor para un país minúsculo y empobrecido,
sujeto a un ataque terrorista de la superpotencia global.
Conforme a las mismas normas, si los nicaragüenses hubieran podido capturar
al principal coordinador terrorista, John Negroponte, entonces embajador en
Honduras (más tarde nombrado primer director de Inteligencia Nacional, en
esencia un zar del contraterrorismo, sin que se oyera un solo murmullo),
debieron haber hecho lo mismo. Cuba habría estado justificada en actuar en forma
similar si el gobierno de Castro hubiera logrado echar el guante a los hermanos
Kennedy. No hay necesidad de mencionar lo que sus víctimas habrían hecho a Henry
Kissinger, Ronald Reagan y otros destacados comandantes terroristas, cuyos
logros dejan en vergüenza a Al Qaeda, y quienes sin duda poseían amplia
información que habría evitado nuevos ataques de bombas de tiempo.
Tales consideraciones nunca parecen aflorar en la discusión pública. Existe,
desde luego, una respuesta: nuestro terrorismo, aunque sin duda es terrorismo,
es benigno, puesto que deriva de la ciudad en la colina. Tal vez la culpabilidad
sería mayor, según las normas morales prevalecientes, si se descubriera que la
tortura del gobierno de Bush costó vidas estadounidenses. Ésa es, de hecho, la
conclusión a la que llega el mayor Matthew Alexander [es un seudónimo], uno de
los interrogadores más curtidos de Estados Unidos en Irak, quien obtuvo la
información con la cual las fuerzas armadas pudieron localizar a Abu Musab al
Zarqawi, jefe de Al Qaeda en Irak, según informó Patrick Cockburn, corresponsal
de The Independent en Irak.
Alexander no siente más que desprecio por los crueles métodos de
interrogación del gobierno de Bush: según cree, el uso de la tortura por Estados
Unidos no sólo no obtiene información útil, sino ha resultado tan
contraproducente, que podría haber conducido a la muerte de tantos soldados
estadounidenses como víctimas civiles causó el 11/S. A partir de cientos de
interrogatorios, Alexander descubrió que combatientes extranjeros llegaron a
Irak en reacción a los abusos en Guantánamo y Abu Ghraib, y que ellos y sus
aliados domésticos recurrieron a los ataques suicidas y otros actos terroristas
por las mismas razones.
También hay creciente evidencia de que los métodos de tortura que estimularon
Dick Cheney y Donald Rumsfeld crearon terroristas. Un estudio de caso
cuidadosamente estudiado es el de Abdallah al Ajmi, encerrado en Guantánamo bajo
el cargo de participar en dos o tres combates con la Alianza del Norte. Terminó
en Afganistán después de fracasar en el intento de llegar a Chechenia para
combatir a los rusos. Luego de cuatro años de tratamiento brutal en Guantánamo,
se le devolvió a Kuwait. Más tarde logró llegar a Irak y, en marzo de 2008, se
lanzó en un camión cargado de bombas contra un complejo militar iraquí, acción
en la que perecieron él y 13 soldados: fue el acto de violencia más malvado
cometido por un antiguo detenido en Guantánamo, según el Washington Post
y, según su abogado, el resultado directo de su encarcelamiento abusivo. Tanto
como esperaría una persona razonable.
Nada excepcionales
Otro socorrido pretexto para torturar es el contexto: la guerra al terror que
Bush declaró después del 11/S. Un crimen que dejó obsoleto el derecho
internacional tradicional, según dijo a Bush su consejero legal, Alberto
Gonzales, más tarde nombrado procurador general. Esta doctrina ha sido reiterada
en una forma u otra en comentarios y análisis.
Sin duda, el ataque del 11/S fue único en muchos aspectos. Uno es el lugar
hacia donde apuntaban las armas: típicamente lo hacen en dirección opuesta. De
hecho, fue el primer ataque de importancia en territorio de Estados Unidos desde
que los británicos incendiaron Washington, en 1814.
Otro rasgo singular fue la escala del terror perpetrado por un actor no
estatal. Horripilante como fue, pudo haber sido peor. Supongamos que los
perpetradores hubieran atacado la Casa Blanca, dado muerte al presidente e
impuesto una despiadada dictadura militar que hubiera asesinado a entre 50 mil y
100 mil personas y torturado a 700 mil, organizado un enorme centro terrorista
internacional que cometiera asesinatos y ayudara a imponer dictaduras militares
comparables en otros lugares, y aplicado doctrinas que desmantelaran la economía
en forma tan radical, que el Estado hubiera tenido que tomarla virtualmente a su
cargo unos años después.
Eso habría sido sin duda mucho peor que el 11 de septiembre de 2001. Y
ocurrió en Chile, en tiempos de Salvador Allende, en lo que los latinoamericanos
llaman a menudo el primer 11/S, en 1973. (Los números de arriba se cambiaron por
sus equivalentes per cápita en Estados Unidos, forma realista de medir
crímenes.) La responsabilidad del golpe militar contra Allende se puede rastrear
directamente hasta Washington. Como es de suponerse, esta analogía, por lo demás
muy apropiada, no está en la conciencia pública aquí en Estados Unidos, y los
hechos se adscriben a ese abuso de la realidad que los ingenuos llaman historia.
También se debe recordar que Bush no declaró la guerra al terror, sino la
redeclaró. Veinte años antes, el gobierno de Reagan asumió el cargo declarando
que un aspecto central de su política exterior sería una guerra al terror, la
peste de la era moderna y un retorno a la barbarie en nuestro tiempo, por
ilustrar la febril retórica de la época.
Esa primera guerra de Estados Unidos contra el terror también ha sido borrada
de la conciencia histórica, porque su resultado no se puede incorporar con
facilidad en el canon: cientos de miles asesinados en los países arruinados de
Centroamérica y muchos más en otras partes, entre ellos alrededor de un millón
500 mil muertos en las guerras terroristas patrocinadas en naciones vecinas de
la aliada favorita de Reagan, la Sudáfrica del apartheid, la cual tenía
que defenderse del Congreso Nacional Africano (CNA) de Nelson Mandela, uno de
los más notorios grupos terroristas del mundo, según determinó Washington en
1988. En estricta justicia, debe añadirse que, 20 años después, el Congreso votó
en favor de retirar al CNA de la lista de organizaciones terroristas, para que
Mandela pudiese por fin entrar en Estados Unidos sin necesidad de un
salvoconducto gubernamental.
La doctrina imperante en el país es llamada a veces excepcionalismo
estadounidense. No es nada de eso: más bien parece estar cerca de un hábito
universal de las potencias imperiales. Francia ensalzaba su misión civilizadora
en sus colonias, mientras su ministro de Guerra llamaba al exterminio de la
población indígena de Argelia. La nobleza británica era una novedad en el mundo,
declaró John Stuart Mill, a la vez que instaba a esa potencia angélica a no
retrasar más la completa liberación de India.
De manera similar, no hay razón para dudar de la sinceridad de los
militaristas japoneses de la década de 1930, quienes llevaban un paraíso en la
Tierra a China bajo la benigna tutela japonesa, mientras arrasaban Nanking y
emprendían campañas en el norte rural chino bajo el lema quema todo, saquea
todo, mata todo. La historia está repleta de similares episodios gloriosos.
Sin embargo, mientras esas tesis excepcionalistas permanezcan firmemente
arraigadas, las ocasionales revelaciones del abuso de la historia a menudo
resultan contraproducentes y sólo sirven para borrar crímenes terribles. La
masacre de My Lai fue una mera nota al pie en las gigantescas atrocidades de los
programas de pacificación posteriores al Tet, que se han pasado por alto
mientras la indignación en Estados Unidos se enfoca en un solo crimen.
Watergate fue criminal sin duda, pero el furor al respecto desplazó crímenes
incomparablemente peores dentro y fuera del país, entre ellos el asesinato,
organizado por la FBI, del organizador negro Fred Hampton, como parte de la
infame represión desatada por el Programa de Contrainteligencia (Cointelpro), o
el bombardeo de Cambodia, por mencionar sólo dos ejemplos monumentales. La
tortura es malvada de por sí, pero la invasión de Irak fue un crimen mucho peor.
Por lo común, las atrocidades selectivas tienen esta función. La amnesia
histórica es un fenómeno peligroso, no sólo porque socava la integridad moral e
intelectual, sino también porque echa los cimientos para crímenes por venir.
******
(*)Noam Chomsky, el intelectual vivo más citado y figura emblemática de la resistencia antiimperialista mundial, es profesor emérito de lingüística en el Instituto de Tecnología de Massachussets en Cambridge y autor del libro Imperial Ambitions: Conversations on the Post-9/11 World.
Traducción para La Jornada: Jorge Anaya
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