Hemos dejado atrás el siglo XX, pero aún no hemos
aprendido a vivir en el XXI, o al menos a pensar de una manera que se adapte a
él. Lo que no debería ser tan difícil como parece, porque la idea básica que
dominó la economía y la política en la pasada centuria ha desaparecido
claramente en el desagüe de la historia. Esta idea fue la forma de pensar sobre
las economías industriales modernas, o de cualquier economía, en términos de dos
mutuamente exclusivos opuestos: capitalismo o socialismo.
Hemos vivido a través de dos intentos prácticos
para lograrlos en su forma pura: la economía planificada estatalmente de forma
central de tipo soviético, y la totalmente ilimitada e incontrolada economía
capitalista del mercado libre. La primera se derrumbó en los 80, y con ella los
sistemas políticos comunistas europeos. La segunda se está derrumbando ante
nuestras narices con la mayor crisis del capitalismo mundializado desde los 30.
En algunos aspectos esta crisis es mayor que la de la década de los 30, porque
la mundialización de la economía no estaba entonces tan avanzada como lo está en
la actualidad, y la crisis no afectó a la economía planificada de la Unión
Soviética. No sabemos aún cuan graves y duraderas serán las consecuencias de la
presente crisis mundial, pero señalan ciertamente el fin del tipo de capitalismo
de mercado libre que entusiasmó al mundo y a sus gobiernos en los años
transcurridos desde Margaret Thatcher y el presidente Reagan.
La impotencia, por lo tanto, se ceba tanto en los
que creen en un puro y sin estado mercado capitalista, una especie de anarquismo
burgués internacional, y aquéllos que creen en un socialismo planificado
incontaminado de la búsqueda del beneficio privado. Los dos están en quiebra. El
futuro, así como el presente y el pasado, pertenece a las economías mixtas en
las que lo público y lo privado están entrelazados en un sentido u otro. Pero
¿cómo? Este es el problema para todo el mundo en la actualidad, pero
especialmente para la gente de izquierda.
Nadie piensa seriamente en el retorno de los
sistemas socialistas de tipo soviético –no solamente por sus fracasos políticos,
sino también a causa del creciente aletargamiento e ineficiencia de sus
economías− aunque todo ello no debería conducir a subestimar sus impresionantes
logros sociales y educativos. Por otra parte, hasta la implosión del mercado
libre mundial del año pasado, incluso los partidos socialdemócratas u otros de
izquierda moderada en los países ricos capitalistas del norte y de Australasia,
se habían comprometido más y más en el éxito del capitalismo de mercado libre.
En efecto, desde la caída de la URSS hasta la actualidad, no puedo pensar en un
partido o líder de este molde que denunciase al capitalismo como sistema
inaceptable. Nadie estuvo más comprometido con él que el Nuevo Laboralismo. En
sus políticas económicas, tanto Tony Blair y (desde octubre de 2008) Gordon
Brown, podrían describirse sin ninguna exageración como Thatcher en pantalones.
Lo que también vale para el Partido Demócrata de EEUU.
La idea básica del laborismo desde los 50 fue que
el socialismo era innecesario, porque el sistema capitalista podría ser de mayor
confianza que cualquier otro para el progreso y la generación de riqueza. Todo
lo que los socialistas tenían que hacer era asegurar su distribución equitativa.
Pero desde los 70 la acelerada irrupción de la mundialización lo hizo más y más
difícil, y socavó fatalmente la base tradicional de apoyo a las políticas del
partido Laborista, en realidad de cualquier partido socialdemócrata. Muchos
estaban de acuerdos en los 80 en que si el barco del laborismo no se refundaba,
lo que era una posibilidad en el momento, debería ser reformado.
Pero no fue reformado. Bajo el impacto de lo que
se veía como el resurgimiento económico thatcheriano, el Nuevo Laborismo desde
1997 se atiborró de toda la ideología, o más bien de la teología, del
fundamentalismo del mercado libre mundial. Gran Bretaña desregularizó sus
mercados, vendió sus industrias al mejor postor, terminó de hacer productos para
la exportación (a diferencia de Alemania, Francia y Suiza) y colocó su dinero
para convertirse en el centro mundial de los servicios financieros y por lo
tanto en un paraíso para el blanqueo de dinero de los multimillonarios. Por ello
el impacto de la crisis mundial sobre la libra y la economía británica
actualmente es probable que sea más catastrófica que en cualquier otra gran
economía occidental, y la completa recuperación puede ser más difícil.
Se puede replicar que eso no es nada nuevo. Somos
libres de volver a la economía mixta. La vieja caja de herramientas del
laborismo está disponible de nuevo –cualquier cosa hasta la nacionalización− así
que vayamos y usemos las herramientas una vez más, y nunca el laborismo debería
haberlas guardado. Pero ello supone que sabemos qué hacer con ellas. No lo
sabemos. Por una parte, no sabemos cómo superar la crisis actual. Ningún
gobierno del mundo, bancos centrales o instituciones financieras internacionales
lo sabe: son todos como un ciego que trata de salir de un laberinto tocando las
paredes con distintos palos con la esperanza de encontrar la salida. Por otra
parte, subestimamos lo muy adictos que los gobiernos y los que toman decisiones
son aún a las esnifadas de los mercados libres que los ha hecho sentirse tan
bien a lo largo de décadas. ¿Hemos abandonado el supuesto de que la empresa del
beneficio privado es siempre la mejor forma, porque es más eficiente, de hacer
las cosas? ¿Que la contabilidad y organización empresarial debería ser el modelo
incluso para el servicio público, la educación y la investigación? ¿Que el
creciente abismo entre los super-ricos y el resto no importa demasiado, mientras
todos los demás (excepto la minoría de los pobres) estén un poco mejor? ¿Que lo
que precisa un país es bajo cualquier circunstancia el crecimiento económico
máximo y la competitividad comercial? No lo creo.
Pero una política progresista necesita algo más
que una mera ruptura con los supuestos económicos y morales de los últimos 30
años. Necesita una vuelta a la convicción de que el crecimiento económico y el
bienestar son un medio y no un fin. El fin es qué hacer con las vidas, las
oportunidades de la vida y las esperanzas de la gente. Mirad a Londres. Por
supuesto que nos importa a todos que la economía de Londres prospere. Pero la
prueba de la enorme riqueza generada en algunas partes de la capital no es su
contribución al 20 o 30% del PIB británico sino cómo afecta a las vidas de los
millones que viven y trabajan ahí. ¿Qué tipos de vida están disponibles para
ellos? ¿Pueden permitirse vivir ahí? Si no pueden, no compensa que Londres sea
también un paraíso para los ultra-ricos. ¿Pueden obtener trabajos decentemente
pagados o simplemente trabajos de algún tipo? Si no pueden, no fanfarroneemos
con todos estos restaurantes con estrellas Michelin y sus chefs estelares
pagados de sí mismos. ¿O escuelas para niños y niñas? Las escuelas inadecuadas
no se compensan por el hecho de que las universidades de Londres pudieran
alinear un equipo de futbol de ganadores de premios Nobel.
La prueba de una política progresista no es
privada sino pública, y no se trata solamente de un incremento de renta y del
consumo para los individuos, sino de ensanchar las oportunidades y lo que
Amartya Sen llama las "capacidades" de todos a través de la acción colectiva.
Pero esto significa, tiene que significar, la iniciativa pública sin ánimo de
lucro, incluso si sólo fuera mediante la redistribución de la acumulación
privada. Las decisiones públicas dirigidas a la mejora social colectiva mediante
la cual todas las vidas humanas deberían ganar. Esta es la base de la política
progresista, no la maximización del crecimiento económico y de las rentas
personales. En parte alguna será más importante que hacer frente al mayor
problema que debemos enfrentar este siglo, la crisis ambiental. Sea cual sea el
logotipo ideológico que elijamos para ello, significará un mayor desplazamiento
del mercado libre hacia la acción pública, un desplazamiento mayor del que el
gobierno británico ha llegado a imaginar. Y, dada la gravedad de la crisis
económica, probablemente un cambio bastante rápido. El tiempo no juega a nuestro
favor.
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(*)Eric Hobsbawm es el decano de la historiografía marxista británica. Uno de sus últimos libros es un volumen
de memorias autobiográficas: Años interesantes, Barcelona, Critica,
2003.
Traducción parawww.sinpermiso.info: Daniel Raventós