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Noticias)
27-Mayo-09
... llamamientos pro forma a reindustrializar Norteamérica. Pero ninguno
apunta a la dinámica financiera deudora que ha socavado el capitalismo
industrial, en este país y por doquiera...
Por Michael
Hudson (*) -
Revista Sin Permiso
Parece que las librerías andarán inundadas en el verano y el otoño próximos de
textos encargados por los editores hace un año, cuando la economía estaba
descarrilando. La estrategia de marketing preferida es la de ofrecer
asesoramiento por parte de celebridades bien ubicadas en el núcleo del sistema
sobre el modo de restaurar la feliz era 1981-2007, dominada por ganancias de
precios resultantes de deuda apalancada en bienes raíces, acciones y títulos
de obligaciones. Pero la Economía de la Burbuja estaba a tal punto apalancada
en la deuda, que no es razonable esperar restauración ninguna.
Por ahora, se nos nutre con defensas, nacidas de Wall Street, del intento de
Bush-Obama (es decir, de Paulson-Geithner) de rehinchar la burbuja con un
obsequioso rescate que ha conseguido triplicar ya la deuda nacional
estadounidense en la esperanza de lograr una remontada del crédito bancario
(es decir, de aumentar la deuda). El problema es que el apalancamiento de la
deuda es, precisamente, lo que causó el colapso económico. Se estima ahora que
un tercio de los bienes raíces estadounidenses se halla en quiebra técnica,
con una magnitud del volumen de ejecuciones hipotecarias todavía en aumento.
A la vista de esa estupefaciente tendencia financiera, al público consumidor
de libros se le ofrecen unos aperitivos, conforme a los cuales la recuperación
económica no precisaría sino de más “incentivos” (especialmente, recortes
fiscales para los ricos) capaces de estimular un mayor “ahorro”, como si los
ahorros fueran automáticamente capaces de financiar nuevas inversiones y
nuevos préstamos de capital. No hay tal: lo que hay es dinero prestado, a fin
de crear una mayor deuda para un 90% de la población endeudado con el 10%
situado en la cúspide de la vida económica.
Tras cargarle le mochuelo a Alan Greenspan por su papel de “tonto útil” en la
promoción de la desregulación y en el bloqueo de la investigación y
persecución del fraude fiscal, el grueso de los autores se lanza ahora por los
trillados caminos de las panaceas que gozan de mayor aplauso general:
regulación federal de los derivados financieros (y aun proscripción de los
mismos), una tasa Tobin para las transacciones de títulos de obligaciones,
clausura de los centros bancarios radicados en oasis fiscales y erradicación
de las estrategias fiscalmente evasoras de esos institutos bancarios. Nadie se
avilanta a ir a la raíz del problema financiero, proponiendo remover la
deductibilidad fiscal general de los intereses que han subsidiado el
apalancamiento de la deuda, proponiendo gravar fiscalmente las ganancias de
“capital” al mismo tipo marginal que los salarios y los beneficios, o
proponiendo sellar las escandalosas brechas fiscales ahora abiertas a los
sectores FIRE (finanzas, seguros y bienes raíces, por sus siglas en inglés).
Los editores derechistas reciclan las habituales panaceas –como ofrecer más
incentivos fiscales a los “ahorradores (otro eufemismo para los regalos
obsequiosos a las altas finanzas) y un presupuesto federal reequilibrado— para
evitar el “efecto de expulsión” de las finanzas privadas [por parte del sector
público]. El sueño de Wall Street es privatizar la seguridad social para
empezar a crear otra burbuja. Afortunadamente, esas propuestas fracasaron ya
durante la administración Bush controlada por los republicanos como
consecuencia del choque de realidad experimentado en forma de cólera del
contribuyente tras el estallido de la burbuja punto.com en 2000.
Nadie llama a financiar la Seguridad Social y Medicare a partir del
presupuesto general, en vez de seguir manteniéndolas con recursos obtenidos a
partir de unos impuestos particularmente regresivos sobre trabajadores y
empresarios, a quienes el Congreso expolia a fin de financiar recortes
fiscales para los segmentos más ricos de la población. Y sin embargo, ¿cómo
pueden los EEUU lograr competitividad industrial en los mercados globales con
estos impuestos pre-ahorro para la jubilación y con seguros privatizados de
asistencia sanitaria, con costes inmobiliarios apalancados en la deuda y con
los conexos gastos que acarrean las deudas personales y empresariales? El
resto del mundo suministra a mucho menor coste vivienda, atención sanitaria y
otros bienes complementarios del ingreso de los trabajadores (o, simplemente,
mantiene al trabajo por encima de los niveles de susbsistencia). Es éste un
problema de gran importancia, que se atraviesa en el camino de los sueños de
restauración de la Economía de Burbuja. Pues esos sueños dejan de lado la
dimensión internacional.
Y, ni que decir tiene, hay los tradicionales llamamientos a reconstruir las
devastadas infraestructuras norteamericanas. Sólo que, ¡cáspita!, Wall Street
planea hacer eso al estilo de Tony Blair, con cooperaciones público-privadas
que inyectarían enormes flujos de servicio de intereses en la estructura de
precios, al tiempo que proporcionarían a Wall Street crecidos honorarios en
materia de gestión y de suscripción de seguros. Las caídas del empleo y del
precio de la vivienda han disminuido a tal punto a las finanzas públicas, que
la inversión en infraestructuras nuevas habrá de cobrar inevitablemente la
forma de cabinas privatizados de peaje apostadas en los puntos de acceso más
importantes a la economía, como son carreteras y otras vías de transporte
público, la comunicación o el agua limpia.
No hay llamamientos a la restauración de los impuestos estatales y municipales
a los niveles de la Era Progresista, cuando la presión fiscal estaba diseñada
para que tributaran sobre todo las ganancias de “barra libre” procedentes de
las rentas inmobiliarias, llegando esas ganancias a constituirse, con el
tiempo, en la base fiscal principal. Restaurar eso ahora significaría
presionar a la baja los precios de los terrenos (y por ende, de la deuda
hipotecaria), previniendo que los acrecidos valores de emplazamiento sean
capitalizados y fluyan a los bancos en forma de servicio de intereses. Y
ofrecería la ventaja adicional de aligerar las cargas fiscales soportadas por
los ingresos y las ventas (un tipo de política que incrementa el precio del
trabajo, de los bienes y de los servicios). En cambio, el grueso de las
reformas que se proponen hoy lo que hacen es llamar a ulteriores recortes de
los impuestos a la propiedad inmobiliaria, a fin de promover más “creación de
riqueza” en forma de una inflación de los precios de esa propiedad estimulada
por la deuda apalancada. La idea es dejar una mayor proporción de ingreso
rentista para su capitalización en hipotecas aún más voluminosas, los
intereses de las cuales irán a parar al sector financiero. En vez de caer el
precio de la vivienda y de reducirse los impuestos al ingreso y a las ventas,
lo que ocurrirá es que el crecido valor de emplazamiento de la propiedad
inmobiliaria irá a parar a los bancos en forma de servicio de intereses, no a
las autoridades fiscales locales. Lo que forzará a estas últimas a seguir
desplazando la carga fiscal hacia consumidores y empresas.
No faltan en esta plétora de libros expuestos en vitrina los habituales
llamamientos pro forma a reindustrializar Norteamérica. Pero ninguno apunta a
la dinámica financiera deudora que ha socavado el capitalismo industrial, en
este país y por doquiera. Con la perspectiva de una década, ¿cómo se verán
retrospectivamente estas tímidas “reformas”? Lo que pretenden los rescates
Bush-Obama es que los bancos “demasiado grandes para caer” se enfrentan
únicamente a un problema de liquidez, no a un problema de mala deuda en el
marco de una vida económica de morosidad creciente. La razón de que no puedan
volver a hincharse burbujas como las del pasado es que se ha llegado al límite
de la deuda. Y no sólo a escala nacional: a escala internacional se ha llegado
también al límite político de la hegemonía del dólar.
¿Qué omiten todos estos libros? Todo aquello sobre lo que realmente versa la
teoría económica: los costos de la deuda; el fraude y el delito financieros
(uno de los sectores más rentables de la vida económica); el gasto militar
(clave para entender el déficit de la balanza de pagos estadounidense y, por
lo mismo, para entender la formación de las reservas de dólares por parte de
los bancos centrales en todo el mundo); la proliferación de ingresos no
ganados, rentistas, y de los cabildeos políticos con información privilegiada.
Porque son ésos, y no otros, los fenómenos que están en el núcleo de lo que
está pasando: sin embargo, los apologetas del “libre mercado” y sus corifeos
los han relegado a los sótanos “institucionalistas” del curriculum económico
académico.
Por ejemplo, los periodistas no dejan de repetir como loritos el mensaje de
Washington, según el cual los asiáticos “ahorran” demasiado, lo que sería la
causa de que prestaran dinero a los EEUU. Pero los “asiáticos” que ahorran
esos dólares son los bancos centrales. Los individuos y las empresas ahorran
en yuanes y en yenes, no en dólares. Y no son esos ahorros nacionales los que
China y Japón han colocado en los bonos del Tesoro norteamericano por valor de
3 billones de dólares. Es el gasto norteamericano, es decir: los billones de
dólares que el déficit de su balanza de pagos está bombeando al mundo, el
dinero que excede a la demanda exterior de las exportaciones estadounidenses y
a las compras de empresas, acciones y bienes raíces norteamericanos. Este
déficit de la balanza de pagos no es el resultado de que los consumidores
norteamericanos apuren hasta el límite sus tarjetas de crédito. Lo que se pasa
por alto es el gasto militar, que está en la base del déficit de la balanza de
pagos norteamericana desde los tiempos de la Guerra de Corea. Es una tendencia
que no puede seguir por mucho tiempo, ahora que los países extranjeros están
comenzando a reaccionar.
En la medida en que el Banco Central chino es el mayor tenedor de bonos
públicos estadounidenses y de otros títulos denominados en dólares, se ha
convertido en el principal financiador del déficit de la balanza de pagos
norteamericana (así como del déficit presupuestario del gobierno federal). La
mitad del gasto discrecional a cuenta del presupuesto federal es de naturaleza
militar. Eso sitúa a China en la desairada e incómoda posición de ser la
principal fuente de financiación del aventurerismo militar estadounidense,
incluidos los intentos de los últimos quince años por cercar militarmente a
China y a Rusia, a fin de bloquear su desarrollo como rivales. No es eso lo
que se proponía China, pero es el efecto de la hegemonía global del dólar.
Otra tendencia que no puede seguir es “milagro del interés compuesto”. Se
llama “milagro” porque parece demasiado bueno como para ser verdad, y así es:
no puede durar mucho tiempo. El endeudamiento muy apalancado termina siempre
mal, pues incrementa los cargos por intereses más rápidamente de lo que la
economía está en condiciones de pagarlos. Fundar la política nacional en el
sueño ilusorio de servir intereses por la vía de tomar prestado dinero a
cuenta de unos precios de activos más y más hinchados se ha convertido en una
pesadilla para los compradores de vivienda y para los consumidores, así como
para las empresas que se convirtieron en objetivo de los saqueadores
financieros que se sirven de deuda apalancada para hacerse con activos. Y es
esta política la que ahora se aplica a unas infraestructuras públicas en manos
de propietarios absentistas que cargarán intereses sobre los nuevos precios de
los servicios suministrados por ellos y a los que se permitirá dar a esos
cargos de intereses un trato fiscal de gastos tributariamente deducibles. Los
lobistas de la banca han conformado el sistema fiscal de modo tal, que deriva
la nueva inversión absentista hacia la deuda, antes que hacia la financiación
con capital.
Los animadores de la fiesta que aplaudieron la economía de la burbuja como
“creación de riqueza” –por usar una de las locuciones favoritas de Alan
Greenspan— querrían ahora hacernos creer a nosotros, su audiencia, que ya
sabían que había un problema, sólo que, sencillamente, no pudieron frenar la
“exuberancia irracional” y los “espíritus animales” de la economía. La idea es
culpar a las víctimas: a los propietarios de vivienda, obligados e endeudarse
para tener acceso a ella; a los ahorradores de los fondos de pensiones,
obligados a confiar lo que lograron apartar de su salario a gestores
financieros que operaban para las grandes firmas de Wall Street; y a los
empresarios que buscaban defenderse de los saqueadores financieros de
empresas, lo que les forzaba a tragar “amargas píldoras” en forma de deudas lo
suficientemente crecidas como para bloquear una toma de control ajena. En vano
se buscará un reconocimiento honrado del carácter mafioso progresivamente
asumido por el sector financiero, harto más cercano a los cleptócratas
postsoviéticos que gozaban de información privilegiada, que a innovadores
schumpetarianos.
Los tomos posburbuja parten del supuesto de que, en lo que hace a los grandes
problemas, hemos llegado al “fin de la historia”. Lo que les falta es una
crítica de la imagen global: del punto hasta el que Wall Street ha llegado en
la financiarización del dominio público para inaugurar una economía neofeudal
de peajes, lo que ha llevado al extremo de una privatización del propio
gobierno encabezada por el Tesoro y la Reserva Federal. Lo que se deja sin
mención es la historia de cómo el capitalismo industrial ha sucumbido a un
capitalismo financiero insaciable e insostenible, cuyo más reciente “estadio
final” parece ser un capitalismo de juego de casino de suma cero, fundado en
derivados financieros de cobertura [swaps] y en innovaciones especulativas de
fondos hedge manejados entre amiguetes.
Lo que se ha perdido son las dos grandes reformas de la Era Progresista. La
primera: la minimización de la barra libre a disposición de los ingresos
rentistas no ganados (p.e., el privilegio monopólico y la privatización del
dominio público, que son muy otra cosa que el propio trabajo y la propia
empresa) por la vía de someter a cargas tributarias a la renta procedente de
la propiedad absentista y a las ganancias (de “capital”) dimanantes de los
precios de los activos. El objetivo de la justicia económica progresista era
prevenir la explotación (lograda, por ejemplo, por la vía de cargar más de lo
tecnológicamente necesario en los costes de producción y en los beneficios
razonablemente exigibles). Ese objetivo tuvo un producto lateral fortuito, que
hizo que la Era Progresista diera la impresión de que iba a conquistar el
mundo de una manera evolutiva darwiniana: pues la minimización de la barra
libre rentista de los ingresos no
ganados permitió a países como los EEUU competir con éxito y avanzar por
encima de otros países que no pusieron por obra políticas fiscales y
financieras progresistas.
Un segundo objetivo de la Era Progresista fue el de obligar al sector
financiero a financiar la formación de capital. El crédito industrial se logró
de manera óptima en Alemania y en la Europa central en las décadas anteriores
a la I Guerra Mundial. Pero la victoria aliada trajo consigo el dominio de las
prácticas bancarias angloamericanas, basadas en el préstamo respaldado por la
propiedad o por flujos de ingresos ya existentes. La actual banca de crédito
ha llegado a desacoplarse de la formación de capital, adoptando sobre todo la
forma del crédito hipotecario (80 por ciento) y de préstamos garantizados por
las acciones empresariales (para fusiones, adquisiciones y saqueos y tomas de
control de otras empresas, así como con vistas a la especulación). El efecto
de lo cual es la estimulación de la inflación de los precios de los activos en
relación con el crédito de manera tal, que beneficia a unos pocos a expensas
del conjunto de la economía.
El problema que representa la inflación de los precios de los activos fundada
en la deuda apalancada puede verse del modo más claro en el llamado “síndrome
báltico” postsoviético, al que ahora está sucumbiendo la economía británica.
Las deudas se contraen en moneda extranjera –hipotecas inmobiliarias en los
países bálticos; fondos fiscalmente evadidos y fugas de capital en la Gran
Bretaña—, sin la menor perspectiva, hasta donde puede alcanzarse, de que las
exportaciones puedan llegar a cubrir los carrying charges (1). El resultado de
lo cual es una trampa de liquidez: una austeridad crónica abatida sobre el
mercado interno, que es causa de bajos niveles de inversión de capital y de
bajos niveles de vida, sin esperanza de recuperación.
Esos problemas ilustran la medida en la que la economía mundial, en su
conjunto, ha venido siguiendo un rumbo errado desde la I Guerra Mundial. Esta
larga trayectoria desviada se vio facilitada por el fracaso del socialismo en
punto a proporcionar una alternativa viable. Aun cuando el socialismo
burocrático estalinista de Rusia consiguió librarse de la barra libre
posfeudal de la renta de la tierra, de la renta monopólica y de las ganancias
rentistas dimanantes de los intereses, de las finanzas y de los precios de las
propiedades, lo cierto es que los gastos y costos generados por su burocracia
terminaron lastrando de manera insoportable a su economía. Rusia cayó. La
cuestión es si la rama angloamericana del capitalismo financiero seguirá el
mismo camino como consecuencia de sus propias contradicciones internas.
Las debilidades de la economía norteamericana son tan difíciles de subsanar
porque arraigan en el núcleo mismo de las economías posfeudales occidentales.
Sobre eso versaba la tragedia griega: una debilidad trágica que condena al
héroe. La principal debilidad arraigada en nuestra economía es que una deuda
creciente, más allá de toda posibilidad de ser satisfecha, es parte de un
problema de mayor alcance: la barra libre financiera de la que la propiedad
inmobiliaria y los tenedores de títulos financieros extraen rentas que rebasan
por mucho los costes correspondientes medidos en esfuerzo laboral o en una
carga fiscal equitativamente compartida (la teoría clásica de la renta
económica). Lo mismo que la incautación de tierras o que los cabildeos
privatizadores con información privilegiada, esa riqueza puede transmitirse
hereditariamente, puede robarse o puede obtenerse por la vía de la corrupción
política. La riqueza y las rentas extraídas por la vía del actual capitalismo
financiero eluden la tributación fiscal, con lo que reciben, encima, un
subsidio fiscal que no reciben, en cambio, ni la inversión industrial tangible
ni el beneficio derivado de la actividad empresarial operativa. Sin embargo,
los académicos y los medios de comunicación populares tratan esos flujos
centrales como “exógenos”, es decir, como si acontecieran fuera del ámbito del
análisis económico propiamente dicho.
Desgraciadamente para nosotros –y para los reformadores que traten de acudir
en rescate de nuestra economía posburbuja—, la historia del pensamiento
económico ha sido reescrita hasta convertirla en una pueril caricatura, a fin
de dar la impresión de que la actual teoría económica basura, demediada y
grotescamente trivializada, es algo así como la culminación de la historia
social de Occidente. Si sólo se atendiera a los debates presentes, nadie
llegaría a percatarse de que en las dos últimas centurias ha prevalecido una
pauta de razonamiento harto distinta. Los economistas clásicos distinguieron
entre ingresos ganados (salarios y beneficios) e ingreso no ganado (renta de
la tierra, renta monopólica e interés). Resultado de lo cual era la nítida
distinción entre riqueza ganada a través del capital y la empresa, que refleja
el esfuerzo del trabajo, y la riqueza no ganada, que viene de la apropiación
de tierras o de otros recursos naturales, de privilegios monopólicos
(incluidas la banca y la gestión del dinero) y de unas ganancias de “capital”
fundadas en la inflación de los precios de los activos. Mas ni siquiera la Era
Progresista fue demasiado lejos en punto a purgar al capitalismo industrial de
las reminiscencias feudales: de la renta de la tierra y de la renta monopólica,
procedentes de las conquistas militares, y de la explotación financiera
ejercida por los bancos y (en Norteamérica) por Wall Street en calidad de
“madre de los monopolios”.
Lo que hace distinta de las anteriores a la actual burbuja económica es que,
esta vez, no ha sido generada por los gobiernos como una estratagema para
organizar su deuda pública creando o privatizando monopolios y vendiéndolos
pagaderos en bonos públicos. No; esta vez, los EEUU y otras naciones se
endeudan más profundamente, simplemente, para poder subvenir a las pérdidas
que los banqueros registraron con sus malos préstamos. En vez de que las
finanzas se subordinen y se aproen a la promoción del crecimiento económico y
de una economía viable con una estructura de costes más bajos, lo que se hace
es, al revés, sacrificar toda la economía para compensar al sector financiero.
En tales condiciones, el “ahorro” no es solución alguna para el presente
encogimiento de la economía; es más bien parte del problema. A diferencia del
acopio de recursos personales cautelosamente escondidos en casa de los días de
Keynes, el problema ahora es el poder extractivo del sector financiero en su
calidad de acreedor, lo que impide borrar la pizarra sacando de ella las
partidas de mala deuda de la forma históricamente normal, es decir, mediante
una oleada de quiebras.
Lo que pasa ahora mismo es que el sector financiero está sirviéndose de su
opulencia (a costa del contribuyente) para ganar un poder político que le
permite desviar aún más infraestructura pública de los estados federados y de
los gobiernos municipales, y del dominio público federal a escala nacional. Y
lo hace al estilo de Thatcher y Blair: vendiendo lo público a absentistas que
lo compran a crédito para sacar buenos rendimientos de la deuda pública
(mientras se recortan todavía más los impuestos a la riqueza). Nadie se
acuerda ya del llamamiento de Keynes a practicar la “eutanasia del rentista”.
Hemos entrado en la era rentista más opresiva desde los tiempos del feudalismo
europeo. En vez de suministrar los servicios básicos de infraestructura a
precio de coste, o aun subsidiado, para rebajar la estructura de costos
nacional y hacer así a nuestra economía más barata –y más competitiva
internacionalmente—, lo que se ha hecho es convertirla en una colección de
cabinas de peaje. No puede, pues, sorprender demasiado que la episódica ola de
libros postburbuja que nos invade este año se olvide de poner en ese contexto
de largo plazo la financiarización de los EEUU y de la economía global.
*****
NOTA T.: (1) Son los intereses cargados por el corredor en cuenta de margen, y
representan el costo de almacenar un bien tangible físico, que consiste en
interés sobre los fondos invertidos, seguro, derechos por almacenaje y otros
costos incidentales. Estos costos están usualmente reflejados en la diferencia
entre los precios de futuros para diferentes meses de entrega. Cuando los
precios de futuro por vencimientos postergados de contrato son más altos que
para los vencimientos cercanos, es un mercado de intereses cargados por el
corredor. Un mercado total de intereses cargados por el corredor reembolsa al
dueño del bien tangible físico por su almacenamiento hasta la fecha de
entrega.
(*)
Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en balanza de
pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase
& Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en
el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder
Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en jefe de Dennis Kucinich
en la reciente campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los
gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto de
Naciones Unidas para la Formación y la Investigación. Distinguido profesor
investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de
numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of
American Empire.
Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo Timón
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