(IAR
Noticias)
20-Marzo-09
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Depresión: La gente hace cola para intentar conseguir un empleo en un hotel de
Times Square, EEUU. (foto AFP) |
Porque se trata de una crisis sistémica que anuncia el fin de un modo de
acumulación, las medidas de relanzamiento coyuntural tendrán un efecto
limitado. Una salida a la crisis que conduzca a la emergencia de un nuevo
orden productivo y de un nuevo régimen de acumulación no depende sólo de la
economía. Exige una nueva correlación de fuerzas, nuevas relaciones
geopolíticas, nuevos dispositivos institucionales y jurídicos.
Por
Daniel Bensaid -
Revista Sin Permiso
¿E l capitalismo? “Es comprensible que la gente no crea más en él”, confiesa Tony Blair en persona (1). Cuando se deja de creer en lo increíble, una
crisis de legitimidad, ideológica y moral, se suma a la crisis social, y
acaba por estremecer el orden político. La crisis actual no es una crisis
más, equiparable a la de los mercados asiáticos o a la de la burbuja de
Internet.Una crisis de fe
Se trata, en realidad, de una crisis histórica –económica, social,
ecológica- de la ley del valor, una crisis de medición y de desmesura. La
medición de todo a través del tiempo de trabajo abstracto ha pasado a ser,
como anunciaba Marx en los Manuscritos de 1857, una forma “miserable” de
medir las relaciones sociales. “Las crisis económica y planetaria tienen un
punto en común”, constata Nicholas Stern, autor en 2006 de un informe sobre
la economía del cambio climático. “Ambas son consecuencia de un sistema que
no considera los riesgos que su funcionamiento genera, que no tiene en
cuenta el hecho de que puede conducir a una destrucción superior al
beneficio inmediato que procura y que subestima la interdependencia entre
los actores” (2). La lógica de la carrera por las ganancias, por “el
beneficio inmediato” es, en efecto, una lógica cortoplacista. Y la
“competencia no falseada”, por su parte, es ciega a la “interdependencia”
sistemática.
¿Un nuevo Bretton Woods? ¿Un sistema de gobierno mundial? ¡El problema es
que la Unión europea ni siquiera ha sido capaz de crear una agencia de
control de los mercados financieros a escala continental, o de promover una
definición común de paraísos fiscales!. Desde octubre de 2008, Laurence
Parisot se ha encargado de dejar claro que el Estado debe desempeñar su
papel en el socorro de las finanzas, pero que debe retirarse cuando los
negocios recuperen su curso lucrativo. Dicho de manera más directa: que debe
socializar las pérdidas para luego reprivatizar los beneficios. Tras haber
admitido que el Estado es el único capaz, de manera inmediata, de “salvar la
economía y los bancos”, Jean-Marie Messier, resucitado del purgatorio, no
olvida apostillar que “el paraguas deberá cerrarse una vez que la tormenta
haya pasado”. El Estado no debería, así, ser más que “un pasajero en medio
de la lluvia” (3).
El plan de relanzamiento gubernamental descarga el coste de la crisis
sobre los trabajadores y los contribuyentes. Tras el congreso de Reims,
Martine Aubry pretendía descubrir que “resulta inoperante atacar a los que
han utilizado el sistema sin atacar al sistema mismo” (4). Sin embargo, el
Partido socialista se contenta con ofrecer un contra-plan “equilibrado” de
medidas supuestamente sociales pero no en ningún caso radicales, en el
sentido de que supongan una nueva redistribución de riquezas en beneficio
del trabajo. Nada se dice sobre la nacionalización del sistema bancario y la
creación de un servicio público en materia de crédito, nada sobre una
reforma fiscal radical, nada sobre la necesidad de reorientar la
construcción europea. “Atacar el sistema mismo”, sería atacar el poder
absoluto del mercado, la propiedad privada de los grandes medios de
producción e intercambio, la competencia de todos contra todos. Hasta el
liberal Nicolas Baverez define a la banca como un “bien público de la
mundialización”: “por sus características, tiene la naturaleza de un bien
público” (5). Sería de esperar, en realidad, que conforme a esta
“naturaleza”, este bien público fuera sometido a gestión pública bajo
control público. Para Baverez, por el contrario, el Estado debería asegurar
a los bancos una “inmunidad ilimitada” por sus pérdidas y asumir los riesgos
ligados a su ganancias.
Atacar el corazón del sistema supondría dotarse de un blindaje social que
proteja a los trabajadores de las consecuencias de la crisis. Para ello,
habría que romper los grilletes de los criterios de Maastricht y del Pacto
de Estabilidad, restablecer los controles políticos sobre el Banco central
europeo, derogar el Tratado de Lisboa, reorientar de manera radical la
construcción europea, comenzando por la armonización social y fiscal, e
iniciar una proceso constituyente de verdad. Como mínimo, haría falta exigir
la derogación del artículo 56 del Tratado de Lisboa que prohíbe toda
restricción a los movimientos de capital financiero, así como de la
“libertad de establecimiento” recogida en el artículo 48, una libertad que
permite al capital desplazarse allí donde las condiciones le sean más
favorables y a las instituciones financieras encontrar asilo donde les
plazca.
Una crisis que durará tiempo
Porque se trata de una crisis sistémica que anuncia el fin de un modo de
acumulación, las medidas de relanzamiento coyuntural tendrán un efecto
limitado. Una salida a la crisis que conduzca a la emergencia de un nuevo
orden productivo y de un nuevo régimen de acumulación no depende sólo de la
economía. Exige una nueva correlación de fuerzas, nuevas relaciones
geopolíticas, nuevos dispositivos institucionales y jurídicos.
Si la crisis de 1929 fue la de “la emergencia estadounidense”, ¿qué
emergencia prefigura la crisis actual? ¿la china? ¿la de una de una
organización multipolar de espacios continentales? ¿La de un sistema de
gobierno mundial?
Al tiempo que se invocan la necesidad de un nuevo orden monetario mundial
y respuestas globales, el propio Giscard d’Estaing reconoce que “la gestión
económica de la crisis se ha vuelto, en Europa, más nacional durante la
crisis que antes de su estallido”, y que “los instrumentos de intervención
son esencialmente nacionales” (6). La crisis agudiza, en efecto, las
diferencias nacionales y libera tendencias centrífugas. En nombre de una
“necesaria correspondencia entre los espacios económicos y sociales”,
Emmanuel Todd oficia de paladín de un “proteccionismo europeo” (7) que cree
“las condiciones para la recuperación de los salarios” y una oferta que
genere su propia demanda. La cuestión no es doctrinaria o de principios.
¿Proteger? Sí, pero ¿quién, contra quién y cómo? Si Europa comenzara por
adoptar criterios sociales de convergencia en materia de empleo, ingreso,
protección social, derecho laboral, y armonización fiscal, podría,
legítimamente, adoptar medidas de protección, no ya de los intereses
egoístas de sus industriales y financieros, sino de los derechos y
conquistas sociales. Podría hacerlo de manera selectiva y puntual, adoptando
como contrapartida acuerdos de desarrollo solidario con los países del Sur
en materia migratoria, de cooperación técnica, de comercio equitativo, sin
ceder a un proteccionismo de ricos cuyo efecto principal fuera diseminar los
estragos de la crisis entre los países más pobres.
Imaginar que una medida de protección aduanera entrañaría de forma
mecánica una mejora en las condiciones sociales europeas, como si pudiera
resultar técnicamente neutra en el contexto de una lucha de clases
exacerbada por la crisis, es de una enorme ingenuidad. Los trabajadores
resultarían afectados por las trabas burocráticas y fronterizas sin obtener
las ventajas sociales respectivas. Un proteccionismo de esta índole no
resistiría mucho tiempo en razón de su impopularidad, o no tardaría en
derivar hacia una “preferencia nacional” (o europea) de tipo chauvinista.
Refundar el capitalismo o combatirlo
Todos los gobernantes, de ayer y de hoy, de derecha y de izquierda, han
acabado por denunciar la locura sistemática de los mercados. Sin embargo, su
desregulación no ha sido el producto de la famosa mano invisible, sino de
decisiones políticas y de medidas legislativas concretas. Fue a partir de
1985, cuando era ministro de finanzas el socialista Pierre Bérégovoy, cuando
se concibió la gran desregulación de los mercados financieros y bursátiles
en Francia. Fue un gobierno socialista el que, en 1989, liberalizó los
movimientos de capital anticipándose a una decisión europea. Fue el gobierno
de Jospin el que, al privatizar más que los gobiernos Balladur y Juppé
juntos, sentó las bases para que el capitalismo francés pudiera acoger
fondos de inversiones especulativos. Fue un ministro de finanzas socialista,
Dominique Strauss-Khan, quien propuso una fuerte desfiscalización de las
célebres stock-options, y fue otro ministro socialista, Laurent Fabius,
quien la puso en práctica. Fue un Consejo europeo con mayoría
social-demócrata el que decidió en 2002, en Barcelona, liberalizar el
mercado de la energía y el conjunto de servicios públicos, aumentar en cinco
años la edad de la jubilación y sostener los fondos de pensión. Fue la
mayoría del Partido socialista la que aprobó la sacralización de la
competencia grabada en el proyecto de Tratado constitucional europeo de
2005. Fue su voto, una vez más, el que permitió la adopción del Tratado de
Lisboa, confirmando así la lógica liberal de la construcción europea.
Para los salvadores del Titanic capitalista, la tarea se anuncia ruda ¿Un
nuevo New Deal? ¿Un retorno al Estado social? Sería olvidar muy pronto que
la desregulación liberal no fue un capricho doctrinario de Thatcher o de
Reagan. Fue la respuesta a la baja de las tasas de beneficio provocadas por
las conquistas sociales de la posguerra. Después de 1973, “la incapacidad de
las políticas keynesianas para relanzar la actividad productiva deja el
campo abierto a una sorprendente contra-revolución conservadora”, recuerda
Robert Boyer (8). Volver al punto de partida sería reencontrarse con las
mismas contradicciones. Como comenta irónicamente Jean-Marie Harribey:
“regular sin transformar no es regular”.
Tras la crisis de 1929, para redistribuir las cartas de la riqueza y del
poder y para anunciar una nueva onda expansiva, hizo falta nada menos que
una guerra mundial. La puesta en marcha de un nuevo modo de acumulación y el
eventual impulso de una nueva onda larga de crecimiento comportaron el
surgimiento de nuevas jerarquías planetarias de dominación, un
reacomodamiento de naciones y continentes, nuevas condiciones para la
valorización del capital, una transición del sistema energético. Semejante
trajín no puede resolverse a través de la amabilidad diplomática, en las
alfombras verdes de las cancillerías, sino en el cambo de batalla, mediante
luchas sociales. La crisis, como bien escribió Marx, supone “el
establecimiento por la fuerza de la unidad entre momentos [producción y
consumo] impulsados de forma autónoma”.
En realidad, no es más que un comienzo
“La crisis financiera –machacaba Nicolás Sarkozy en su discurso de Toulon-
no es la crisis del capitalismo. Es la crisis de un sistema alejado de los
valores fundamentales del capitalismo a los que, en cierto modo, ha
traicionado. Quiero decírselo claro a los franceses: el anticapitalismo no
ofrece ninguna solución a la crisis actual”. El mensaje es claro: el enemigo
no es el capitalismo sino el anticapitalismo.
El presidente volvió sobre la cuestión al hilo de su intervención en el
coloquio sobre la refundación del capitalismo organizada a iniciativa suya
el 8 de enero de 2009 por la Secretaría de Estado: “La crisis del
capitalismo financiero no supone la del capitalismo como tal. No es un
llamamiento a su destrucción, lo que sería una catástrofe, sino a su
moralización”. Sus palabras recibieron el vigoroso espaldarazo de Michel
Rocard: “Debemos comenzar por ahí: nuestro propósito es salvar el
capitalismo”. Estas declaraciones de guerra social trazan una línea fuerte
entre dos campos. Es preciso elegir: o discutir con los poseedores como
refundar, reinventar, moralizar el capitalismo, o luchar con los explotados
y desposeídos para derrocarlo.
Nadie podría predecir cómo serán las revoluciones futuras. Lo único que
tenemos es un hilo conductor. Se trata de dos lógicas de clase que se
enfrentan. La del beneficio a cualquier precio, el cálculo egoísta, la
propiedad privada, la desigualdad, la competencia de todos contra todos, y
la del servicio público, los bienes comunes de la humanidad, la apropiación
social, la igualdad y la solidaridad.
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Notas:
(1) Le Journal du Dimanche, 14 de diciembre de 2008. (2) Le Monde, 15 de
diciembre de 2008. (3)La Tribune, 15 de enero de 2009. (4) Journal du
Dimanche, 5 de octubre de 2008. (5)Le Monde, 26 de noviembre de 2008. (6) Le
Monde, 13 de enero de 2008. (7) Emmanuel Todd, Après la démocratie, París,
Gallimard, 2008. (8) Libération, 29 de diciembre de 2008.
Traducción para www.sinpermiso.info de Gerardo Pisarello
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