eso de las 4:35 de la
mañana del lunes 15 , mi teléfono móvil de Beirut sonó en mi habitación de hotel
en Teherán. Señor Fisk, soy un estudiante de ciencias de la computación
en Líbano. Acabo de escuchar que masacran estudiantes en los dormitorios de
la Universidad de Teherán. ¿Sabemos eso?
Levanté cansadamente del buró
mi cuaderno de notas. “¿Y podría decirme por qué –añadió– la BBC y otros
medios no informan que las autoridades iraníes han bloqueado los mensajes de
texto, los teléfonos móviles y la Internet en Teherán? Sólo por Twitter
y Facebook me entero de lo que ocurre”.
Cuando llegué a la universidad, los estudiantes lanzaban insultos a través
de la reja de hierro del campus. ¡Masacre, masacre!
, gritaban.
Disparos de arma de fuego en los dormitorios. Cierto. Sangre en el suelo.
Sí. ¿Siete muertos? Diez, me dijo un estudiante a través de la reja. No
sabemos. Los policías llegaron minutos después, bajo una lluvia de
piedras. Colar la verdad hacia fuera de Irán en estos días es tan
frustrante como peligroso.
Un día antes, una mujer me susurró en un
elevador que la primera víctima de la violencia en las calles fue un
estudiante. ¿Está segura?, le pregunté. “Sí –me dijo–. Vi la fotografía de
su cuerpo. Es terrible”. Nunca la volví a ver. Ni la foto. Ni nadie había
visto el cuerpo. Era una fantasía. Reporteros ávidos verifican estos
datos; de hecho, he pasado al menos la tercera parte de mis días en
Teherán esta semana, no informando lo que podría resultar cierto, sino
descartando lo que claramente no lo es.
Por ejemplo, cinco horas antes de esa llamada madrugadora recibí otra
de una estación de radio de California. ¿Podría describir los combates
callejeros que presenciaba en ese momento? Casualmente me hallaba en la
azotea de la oficina de la televisora qatarí Al Jazeera, en el norte de
Teherán, en una entrevista de última hora. Claro que podía describir la
escena para California. Lo que veía eran adolescentes en motocicleta que
lanzaron gritos de júbilo cuando las luces iluminaron el contenido de un
depósito de basura en una esquina de la avenida.
Dos policías con cachiporras se acercaron, y los jóvenes se alejaron a
toda velocidad, burlándose de ellos. Luego llegó la brigada de incendios
de Teherán para apagar –como me contó uno de los bomberos, con cansancio
infinito– el incendio 79 de un basurero en esa noche. Yo sabía cómo se
sentía.
Un reporte de que la milicia Basiji se había apoderado de una de las
principales casas de campaña de Musavi resultó clásico. Sí, había
uniformados en el edificio, pero pertenecían a la compañía de seguridad
contratada por el candidato.
Ahora veamos la fantasía más reciente del circuito. Que los crueles
policías iraníes
no son de Irán, sino miembros de la milicia
libanesa Hezbollah. Ésta me la contaron dos reporteros, tres personas que
llamaron por teléfono (una desde Líbano) y un político británico. He
tratado de hablar con los policías. No entienden el árabe. Ni siquiera
parecen árabes, ya no digamos libaneses. La realidad es que muchos de
estos gendarmes callejeros han sido traídos de las zonas de la etnia
baluch y de la provincia de Zobai, cerca de la frontera con Afganistán.
Otros son azeríes iraníes. Su acento resulta muy extraño para los
teheraníes.
La fantasía y la realidad no cohabitan con facilidad, pero una vez que
se combinan y propagan con vertiginosa inexactitud por el mundo, también
son letales. Elecciones espurias, tomas de oficinas partidistas, masacre
en un campus, un inminente golpe de Estado, el posible derrocamiento de la
república islámica, el aislamiento de la nación entera porque las
comunicaciones se cierran sistemáticamente.
Recuerdo el comentario que Eisenhower hizo a Foster Dulles cuando lo
envió a Londres para poner fin a la guerra absurda de Anthony Eden en
Suez. La misión del secretario de Estado, instruyó Einsenhower, era decir
¡Alto, muchacho!
Buen consejo para los que creen en los mensajes
vía Twitter.
Pero quienes creen que cuando el río suena agua lleva tienen cierta
razón. Recordemos la extraordinaria marcha de un millón de partidarios de
Musavi contra el régimen, el domingo pasado. Hasta la prensa iraní se vio
obligada a informar de ella, si bien en páginas interiores. Sí, las
autoridades cerraron el servicio local de mensajería instantánea. Sí,
redujeron la velocidad de la Internet, pero no la cerraron. Mi teléfono de
Beirut ahora rara vez llega a Londres, pero sí recibe llamadas –por
desgracia para mí– el día entero. Es obvio que el gobierno iraní intenta
interferir con las comunicaciones de los partidarios de Musavi para evitar
que organicen nuevas marchas. Escandaloso en cualquier país normal, tal
vez. Pero éste no es un país normal. Es un Estado tan obsesionado con los
peligros de la contrarrevolución como Occidente está obsesionado con las
ambiciones nucleares de Irán. El discurso del líder supremo, el viernes 19,
es prueba de ello.
Sin embargo, luego vino la famosa instrucción del Ministerio de Guía
Islámica a los periodistas en Teherán de que ya no podían informar de
manifestaciones callejeras. No había yo oído nada al respecto. De hecho,
la primera pista llegó cuando me negué a ser entrevistado por CNN (por su
cobertura tan sesgada en Medio Oriente) y la mujer que me llamó preguntó:
¿Por qué? ¿Le preocupa su seguridad?
Fisk seguía pasando en las
calles 12 horas al día. Sólo descubrí que había una prohibición cuando leí
la nota en The Independent. Tal vez los chicos y chicas del
ministerio no pudieron enlazar la llamada a mi teléfono móvil. Pero
entonces, ¿quién cortó las líneas telefónicas?
De hecho, hemos informado
sobre toda la censura, tanto de los medios locales como de las
comunicaciones. Las escenas filmadas del brutal ataque de la fuerza
policial a los opositores políticos en las calles de la capital han
estremecido al mundo. Con justa razón, aunque nadie ha hecho la
comparación con las fuerzas policiales que apalean manifestantes en calles
de Europa occidental, que golpean a mujeres con cachiporras, que han dado
muerte a balazos a un pasajero inocente en el Metro de Londres… Son normas
especiales de moralidad que se deben aplicar a los países de Medio
Oriente, y en definitiva no a nosotros.
Así pues, echemos un ojo a esas elecciones en Irán. Fueron
un fraude, según creo. Y he tenido las dudas más oscuras sobre esas cifras
electorales que dieron a Musavi un escaso 33.75 por ciento de los votos.
De hecho, algunos iraníes y yo calculamos que si las estadísticas
oficiales fueran correctas, el comité electoral habría tenido que contar 5
millones de votos en sólo dos horas. Pero nuestra cobertura de estos
comicios ha sido sumamente deficiente. La mayoría de los periodistas
occidentales se alojan en los hoteles de los suburbios ricos del norte de
Teherán, donde viven decenas de miles de partidarios de Musavi, donde es
fácil encontrar traductores con estudios avanzados, que adoran a Musavi;
donde los entrevistados hablan inglés con fluidez y están más que
dispuestos a denunciar el estancamiento espiritual, cultural y social de
la –seamos francos– semidictadura iraní.
Pero pocas organizaciones de noticias tienen las facilidades, el tiempo
o el dinero para viajar por este país de un millón 649 mil kilómetros
cuadrados –siete veces el tamaño de Gran Bretaña– y entrevistar hasta a la
más pequeña fracción de sus 71 millones de habitantes. Cuando visité las
ciudades perdidas del sur de Teherán, por ejemplo, descubrí que el número
de partidarios de Ahmadinejad crecía en la medida en que disminuía el de
los seguidores de Musavi. Y me preguntaba si en todas las enormes ciudades
y vastos desiertos del país se podría descubrir un fenómeno similar. Un
equipo de televisión del canal 4 británico se merece gran reconocimiento
por haber viajado a Isfahan y las aldeas que rodean esa hermosa ciudad y
regresar con una sospecha –imposible de probar, cierto; anecdótica, pero
real– de que tal vez Ahmadinejad sí ganó la elección presidencial.
Ésa es también mi sospecha.