En los años sesenta del siglo XIX la forma más rápida, o al menos la más
popular, de moverse por Nueva York era un tranvía tirado por caballos. Los
tranvías, que se movían sobre raíles, ofrecían un viaje mucho más tranquilo
que los coches de caballos a los que reemplazaron (El Herald describía la
experiencia de viajar en esos coches de caballos como una forma de “martirio
moderno”). Los neoyorquinos hacían unos 35 millones de viajes en tranvía al
año al principio de la década. En 1870 esa cifra se había ya triplicado.
Por
Elizabeth Kolbert (*) - Revista Sin Permiso
El
tranvía ordinario, con veinte asientos, era tirado por un par de ruanos
(caballo de tiro cuyo pelo está mezclado de blanco, gris o bayo – N. del T.) y
circulaba dieciséis horas al día. Cada caballo podía trabajar solamente un
turno de cuatro horas, de modo que tener en funcionamiento un solo tranvía
requería como mínimo ocho animales. Además hacían falta caballos adicionales
si la ruta subía una pendiente pronunciada, o si hacía calor. Los caballos
también eran utilizados para transportar productos; a medida que crecía el
volumen de trenes de mercancías que llegaban a las terminales de la ciudad, lo
hacía también el número de caballos necesarios para distribuir esas mercancías
por la ciudad. Hacia 1880, había como mínimo 150.000 caballos viviendo en
Nueva York, y posiblemente muchos más. Cada uno de ellos generaba, de media,
unas 22 libras (casi 10 quilos) de estiércol al día, lo que significa que la
producción local de desechos de los caballos creció hasta al menos 45.000
toneladas al mes. George Waring, Jr., que servía como Comisionado para la
Limpieza de las Calles, describía Manhattan como oliendo a “emanaciones de
materia orgánica putrefacta”. Otro observador escribió que las calles estaban
“literalmente cubiertas con una estera tibia, marrón,… que huele a rayos”. A
principios de siglo, los granjeros de los condados limítrofes estaban
interesados en comprar el estiércol de la ciudad, que se podía transformar en
un rico fertilizante, pero hacia el final el mercado estaba tan saturado que
los propietarios de los establos tenían que pagar por deshacerse del mismo, lo
que traía consigo que muchas veces se acumulase en las cuadras vacías,
convirtiéndose en magníficos criaderos para las moscas.
El problema fue creciendo hasta que, hacia 1890, parecía ya virtualmente
insuperable. Un comentarista predecía que para 1930 el estiércol de los
caballos llegaría ya a las ventanas del tercer piso de los edificios de
Manhattan. Pero los problemas de Nueva York no lo eran sólo de Nueva York; en
1894, el Times de Londres predecía que a mediados del siguiente siglo todas y
cada una de las calles de la ciudad estarían soterradas bajo nueve pies de
estiércol. Se consideraba que las moscas eran un medio transmisor de
enfermedades, de modo que una crisis de salud pública se percibía como
inminente. Cuando tuvo lugar la primera conferencia internacional de
planificación urbanística, en 1889, estuvo centrada en la discusión de la
problemática del estiércol. Incapaces de ponerse de acuerdo en ninguna
solución – o de imaginar ciudades sin caballos – los delegados dieron por
terminado el encuentro, que se había programado para durar una semana y media,
tras los tres primeros días.
Y entonces, de la noche a la mañana, la crisis pasó. Ello no fue a causa de
ninguna regulación ni intervención política. De hecho, fue la innovación
tecnológica la que cambió las cosas. Con la llegada de la electrificación y el
desarrollo del motor de combustión interna, hubo nuevas formas de mover a las
personas y a las mercancías. Hacia 1912, en Nueva York los automóviles ya
superaban en número a los caballos, y en 1917 el último tranvía tirado por
caballos hizo su último viaje. Todo el miedo de ver una ciudad inundada de
inmundicia había desaparecido.
Esta historia – llamémosla la Parábola del Estiércol – se ha contado ya
numerosas veces, con distinta intención. La última versión nos la cuentan
Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner, en su nuevo libro “SuperFreakonomics:
Global Cooling, Patriotic Prostitutes, and Why Suicide Bombers Should Buy Life
Insurance” (William Morrow; $29.99). Según Levitt y Dubner, la moraleja de
esta historia es simple: si, en un determinado momento del tiempo, el futuro
parece sombrío, es porqué la gente lo está viendo equivocadamente. “Cuando la
solución de un problema dado no está justo en frente de nuestras narices, es
fácil asumir que no existe ninguna solución”, escriben. “Pero la historia ha
mostrado una y otra vez que esas suposiciones están equivocadas”.
Levitt y Dubner cuentan la historia del estiércol como preludio de sus
consideraciones sobre el cambio climático: “así como la actividad equina
amenazó una vez con detener el avance de la civilización, ahora hay el temor
de que la actividad humana haga lo mismo”. Como de costumbre, dicen, esa
preocupación es infundada. Primero, porque la amenaza del calentamiento global
ha sido exagerada; hay incertidumbre sobre cómo va a responder la tierra al
aumento de los niveles de CO2, y la incertidumbre tiene “una desagradable
forma de hacernos conjurar las más terribles posibilidades”. Segundo, las
soluciones llegan solas: “las mejoras tecnológicas son a menudo mucho más
simples, y por lo tanto mucho más baratas, de lo que los catastrofistas han
imaginado”.
Levitt y Dubner tienen en mente un tipo de “solución tecnológica” muy
determinado. Los molinos eólicos, las placas solares, los biocombustibles –
son todo cosas que, según ellos, causan más problemas de los que solucionan.
Ese tipo de tecnología se encamina a reducir las emisiones de CO2, lo que
desde su punto de vista es un objetivo equivocado. Reducir emisiones es
difícil y, en definitiva, molesto. ¿Quién quiere en realidad utilizar menos
petróleo? Eso es como “darse de golpes en el pecho”, sostiene la pareja. ¿No
sería más fácil sencillamente dedicarse a la ingeniería planetaria?
Uno de los escenarios que proponen Levitt y Dubner incluye una flota de
barcos de fibra de vidrio equipados con maquinaria destinada a incrementar la
capa de nubes que cubre los océanos. Otro consiste en construir una gigantesca
red de tuberías para aspirar el agua fría de las profundidades del océano y
subirla a la superficie. Pero con diferencia su plan favorito consiste en
imitar a los volcanes.
Durante una gran erupción, enormes cantidades de dióxido de azufre –
decenas de millones de toneladas –son lanzadas a la atmósfera. Una vez en
suspensión, el SO2 reacciona y forma pequeñas gotas que se conocen como
aerosoles de sulfato, que permanecen en el aire durante meses. Estos aerosoles
actúan como minúsculos espejos, que reflejan la luz del sol de nuevo hacia el
espacio. El efecto neto es de enfriamiento. A lo largo del año que siguió la
erupción del Pinatubo, el las Filipinas, la temperatura global media cayó,
temporalmente, cerca de 1 grado Fahrenheit.
“Una vez te deshaces de la moralina y el nerviosismo, la tarea de revertir
el calentamiento global se reduce a un sencillo problema de ingeniería”,
escriben Levitt y Dubner. Todo lo que tenemos que hacer es dar con una manera
de lanzar a voluntad grandes cantidades de dióxido de azufre a la atmósfera.
Eso podría llevarse a cabo, dicen, alzando una manguera de 18 millas (casi 30
kilómetros) de largo: “cualquiera al que le gusten las soluciones simples y
baratas, no encontrará nada mucho mejor que esto”.
Ni Levitt, un economista, ni Dubner, un periodista, tienen ningún tipo de
formación en ciencias relacionadas con el clima – o, respecto a lo que aquí
interesa, en ciencia de ningún tipo. Pero son de la opinión de que no lo
necesitan. La principal idea que hay detrás de “SuperFreakonomics” y, antes de
él de “Freakonomics” (el cuál vendió unos cuatro millones de copias), es que
un observador desapasionado y centrado en la evidencia estadística puede
hallar en los datos patrones de comportamiento y respuestas que aquellos que
están involucrados emocionalmente en la cuestión posiblemente hayan pasado por
alto (el subtítulo de “Freakonomics”, publicado en 2005, es “A Rogue Economist
Explores the Hidden Side of Everything” – “Un economista granuja explora el
lado oculto de todas las cosas”). Así, Levitt y Dubner sostienen haber
resuelto el misterio de porqué la criminalidad, tras dispararse en la década
de los ochenta, volvió a caer en la de los noventa (la explicación, según
ellos, es la legalización del aborto unos 18 años antes). También se han
encargado de demostrar – al menos según su propio criterio – que nombres como
Ansley y Philippa serán comunes entre las chicas durante la próxima década,
que leer a tus hijos no sirve de nada, y que a los borrachos habría que
animarles a conducir en lugar de ir a pie.
Dado el énfasis que ponen en las frías y duras cifras, llama la atención
que Levitt y Dubner ignoren lo que hasta el momento ocupa ya bibliotecas
enteras de datos sobre el calentamiento global. De hecho, casi todo lo que
acaban diciendo sobre el tema es, si nos atenemos a los hechos, incorrecto.
Entre las muchas cosas que tergiversan están: el peso de las emisiones de
carbono como agente de cambio climático, la mecánica de la generación de
modelos climáticos, el registro de temperaturas de la pasada década, y la
historia climatológica de los últimos cientos de miles de años. Raymond T.
Pierrehumbert es un climatólogo que, como Levitt, da clases en la Universidad
de Chicago. Haciendo una crítica especialmente mordaz, escribió una carta
abierta a Levitt que colgó en el blog RealClimate.
“El problema no es necesariamente que hablaseis con pocos expertos o que lo
hicieseis con los equivocados”, señala. “El problema es que no fuisteis
capaces de llevar a cabo las más elementales reflexiones”. De este modo,
Pierrehumbert disecciona cuidadosamente uno de los argumentos que parecen
convencer a Levitt y Dubner – el de que los paneles solares, debido a que son
oscuros, en realidad contribuyen al calentamiento global – y demuestra que es
falso. “La aritmética más simple, que no puede ni resultaros tediosa, os
habría bastado para daros cuenta de que esa afirmación es un completo y
absoluto disparate”, escribe.
Pero lo realmente problemático con “Freakonomics” no son los muchos errores
garrafales que cometen los autores; es el espíritu en sí mismo del libro
entero. Aunque el cambio climático sea un grave problema, Levitt y Dubner lo
utilizan solamente como una oportunidad para mostrar lo listos que son.
Dejando de lado la cuestión de si la ingeniería planetaria, como se conoce en
los círculos científicos, es tan siquiera posible – habéis probado alguna vez
de subir una manguera de 30 kilómetros a la estratosfera – su análisis es sin
embargo terriblemente arrogante. Un mundo cuya atmosfera está llena de dióxido
de carbono, por un lado, y dióxido de azufre, por el otro, sería un lugar
fundamentalmente distinto de la Tierra que ahora conocemos. Entre las muchas
posibles consecuencias de lanzar SO2 a las nubes estarían los cambios en los
patrones regionales del tiempo (tras las grandes erupciones volcánicas, Asia y
África tienen la desagradable tendencia de sufrir sequías), el agotamiento del
ozono y el incremento de las lluvias ácidas. Y mientras tanto, en la medida
que la concentración de CO2 en la atmósfera siguiese aumentando, más y más
dióxido de azufre tendría que ser vertido en la atmósfera para
contrarrestarlo. La cantidad de luz del sol que recibe directamente la Tierra
se reduciría, a la vez que los océanos serían cada vez más ácidos. Hay algunos
científicos serios – entre ellos el químico ganador del premio Nobel Paul
Crutzen – que sostienen que la ingeniería planetaria debe ser considerada
seriamente, pero solo con el conocimiento de que representa un desesperado y
arriesgado último recurso para prevenir la catástrofe.
“Con diferencia la mejor forma” de afrontar el cambio climático, escribe
Crutzen, “es reducir las emisiones de gases de efecto invernadero”.
Levitt y Dubner titulan su capítulo sobre el calentamiento global “What Do
Al Gore and Mount Pinatubo Have in Common?” (“¿Qué tienen en común Al Gore y
el Monte Pinatubo?”). Y de hecho, Gore también ha escrito un Nuevo libro sobre
esta cuestión, “Our Choice: A Plan to Solve the Climate Crisis” (Rodale;
$26.99). Como Levitt y Dubner, Gore sostiene que si la gente se detiene un
segundo a pensar en ello, se puede encontrar formas de abordar el problema del
calentamiento global. “Tenemos al alcance de nuestras manos todas las
herramientas que necesitamos para solventar tres o cuatro crisis climáticas –
y sólo tenemos que afrontar una”, escribe. Pero las semejanzas entre ambos
libros terminan aquí.
Si Levitt y Dubner evitan a los científicos relacionados con el clima, Gore
parece haber hablado con todos y cada uno de ellos (los agradecimientos de
“Our Choice” llenan cuatro páginas a un espacio y en una letra minúscula). Si
tienes curiosidad por saber la contribución relativa al cambio climático de
cada uno de los gases de efecto invernadero, Gore la tiene (el CO2 es el que
más contribuye, seguido del metano). Si quieres saber cómo funciona una célula
fotovoltaica, o un generador solar termal, o dónde están los diez mayores
parques eólicos de los EEUU, todo ello lo vas a encontrar también en el libro.
Gore aborda las cuestiones sobre la dificultad de aportar energía de fuentes
intermitentes, como el sol o el viento, a la red eléctrica, y describe como
pueden solventarse dichas dificultades. Discute la captura y confiscación de
carbono, la energía nuclear, la política agrícola y la de conservación.
Pero precisamente la única estrategia para abordar el cambio climático en
la que no está interesado Gore es la ingeniería planetaria. De hecho, la mera
idea le resulta chocante por ilusoria. “Ya estamos envueltos en un experimento
masivo, no planeado y de escala planetaria”, escribe. “No deberíamos iniciar
otro experimento planetario con la esperanza de que como por arte de magia
vaya a contrarrestar los efectos del que ya tenemos encima”.
Aunque Levitt y Dubner no podían haber leído “Our Choice”, se las apañan
sin embargo para anticipar la posición de Gore. Los dos autores sostienen que
son las de Gore las propuestas que descansan en una suerte de pensamiento
mágico. “Si piensas con la sangre fría de un economista en lugar de con el
cándido corazón de un humanista, el razonamiento de Gore no se sostiene”,
escriben. “No se trata de que no sepamos detener el proceso de contaminación
de la atmósfera. No queremos detenerlo, o no estamos dispuestos a pagar el
precio de hacerlo”. Y en esto tienen algo de razón. Al final de “Our Choice”
puede que quede claro que disponemos de las herramientas necesarias para
reducir dramáticamente nuestras emisiones de carbono, pero el libro también
muestra – queriendo o sin querer – que ponerlas en funcionamiento demandaría
mucho de todos nosotros. Significaría cambiar la forma como comemos,
compramos, producimos, nos movemos y, en última instancia, como nos concebimos
a nosotros mismos.
Es la dificultad de imaginar esos cambios lo que hace de las propuestas
como las de Levitt y Dubner algo a la vez tan seductor y tan peligroso. Cada
vez que alguien con unas credenciales cualesquiera ofrece una solución al
cambio climático “simple y barata”, la idea se recibe como audaz e innovadora,
y se toma mucho más en serio de lo que se debería. Recientemente, la
publicación The Atlantic nombró al físico teórico Freeman Dyson uno de los
doce “valientes pensadores” que están modelando nuestro futuro. Y no fue por
su trabajo pionero en la electro-dinámica quántica y el principio de
exclusión, sino por su propuesta de que el calentamiento global puede ser
solventado por “árboles que consumen carbono” (“carbon-eating trees”). Por
estas “reveladoras” consideraciones sobre el cambio climático, Dyson fue
también el protagonista de un generally admiring profile (reportaje sobre un
personaje público del momento que se considera admirado – N. del T.) a
principios de este año en el Times Magazine.
“Árboles que consumen carbono” suena realmente bien. ¿Pero exactamente como
funcionarían? Dyson nunca lo ha desarrollado, y ni el Times ni The Atlantic
parecen haber preguntado. ¿Se trataría de árboles que captan CO2 mientras
están vivos, y luego lo devuelven lentamente a la atmósfera una vez muertos?
Si se trata de eso, el mundo ya tiene muchos de esos árboles. Se llaman… pues
eso, árboles. ¿O los árboles absorberían el dióxido de carbono de la atmósfera
y lo convertirían, como una vez sugirió vagamente Dyson, en “combustibles
líquidos”, de modo que en lugar de llenar el depósito en las gasolineras
podríamos hacerlo en un frutal? En ese caso, la idea no parece tan “valiente”
a fin de cuentas (conviene señalar que Dyson también ha propuesto plantas de
silicona modificadas genéticamente o árboles que podrían crecer en Marte).
Ser escéptico respecto a los modelos climatológicos y en cambio crédulo
ante cosas como los árboles que consumen carbono o la maquinaria para hacer
nubes y las mangueras gigantes que lanzar azufre a la atmósfera, es de hecho
reemplazar la fe en la ciencia por la creencia en la ciencia ficción. Este es
el camino que adopta “SuperFreakonomics”, a pesar de que sus autores ensalcen
machaconamente su mentalidad fría y calculadora. En definitiva todo ello
demuestra que, mientras algunas formas de estiércol ya no son un problema,
otras parece que nos acompañarán siempre.
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(*)Elizabeth Kolbert es una periodista estadounidense y comentarista de medioambiente en The New Yorker
Traducción para www.sinpermiso.info: Xavier Fontcuberta i Estrada