as
primeras son pocas, las últimas, muchas, y no encuentran otro modo de evadirse
del sometimiento y la humillación imperantes que continúan bajo el gobierno
“democrático” de Hamid Karzai, sostenido por EE.UU. y la OTAN. Según la
Asociación de Cooperación para Afganistán (ACAF) –una ONG creada en 2002 para
dar a conocer en Cataluña la situación de la mujer afgana luego del
derrocamiento del régimen talibán–, en el 2005, y sólo en la región de Herat,
unas 500 mujeres se autoinmolaron rociándose líquidos inflamables y
prendiéndose fuego en público como forma de protesta. Se estima que en el 2006
la cifra superó las 600: la edad del 70 por ciento de ellas oscilaba entre los
12 y los 25 años (www.bottup.com,
27/5/09). Nadie se desesperaría si no esperara, decía Giacomo Leopardi. Si no
esperara en vano.
Malalai Joya eligió otro camino: pelear por su verdad. Nace cuatro días
después de la invasión soviética a Afganistán, su padre se incorpora a la
lucha contra el invasor y su madre, a cargo de diez hijos, los lleva a campos
de refugiados en Irán y Pakistán. A fines de los ’90 regresa a Afganistán,
organiza una escuela clandestina para niñas bajo las narices de los talibán
–algo sumamente peligroso– y milita en grupos pro derechos de la mujer,
igualmente clandestinos. Joya relata estos y otros aspectos de su vida en
Raising My Voice (Ramdom House, julio de 2009). Su mensaje es claro: “Hoy el
pueblo afgano vive trágicamente en sandwich entre dos enemigos: los talibán,
por un lado, y las fuerzas EE.UU./OTAN y sus señores de la guerra amigos por
el otro”.
El derrocamiento de los talibán en el 2001 no interrumpieron la labor
educativa de esta joven valiente ni su actividad en defensa de la mujer. En el
2005 se convierte en el miembro más joven del Parlamento afgano. Sus discursos
son de fuego: denuncia que el 60 por ciento de los diputados son señores de la
guerra, traficantes de droga, incluso talibanes que la gente votó bajo amenaza
o por compra del sufragio, y que deben ser sometidos a la Justicia
internacional por sus crímenes. Es abucheada, insultada, amenazada y sufre
cuatro intentos de asesinato que estuvieron muy cerca de cumplir el objetivo.
En el 2007 le suspenden la banca: había proclamado que el Parlamento afgano
“democrático” era peor que un establo, “porque al menos en un establo tenemos
animales como la vaca, que es útil porque nos da leche, y un burro, que puede
transportar carga”. Incluso hoy Joya no puede dormir dos noches seguidas en la
misma casa. “No estoy segura de cuántos días de vida me quedan”, dijo a The
Independent.
Las opiniones de Joya son tajantes: “En Afganistán no hay democracia, es
una farsa. Mientras en el Parlamento haya representantes de la Alianza del
Norte (mujaidines), aliados de EE.UU. en la guerra contra el terrorismo, pero
completamente antidemócratas, en Afganistán no habrá derechos para las
mujeres. Son violentos y elementales, peores que los talibán, igual de
extremistas, completamente misóginos, y les da miedo el secularismo porque con
él no podrían cometer crímenes contra nosotras en nombre del Islam” (www.elpais.com,
1/7/07).
La más reciente farsa democrática en Afganistán fueron los comicios del
jueves pasado. Hay 235 denuncias de fraude y algunas podrían –dicen– cambiar
el resultado de la votación. De todos modos, voceros oficiales anuncian ya un
triunfo aplastante de Karzai, aunque las encuestas previas a las elecciones no
lo daban por ganador sin segunda vuelta. Una raya más qué le hace al tigre.
Se piensa en Occidente que en Afganistán sólo hay dos posibilidades: o
gobiernan los talibán o gobierna el sistema tipo Karzai, infestado de señores
de la guerra, narcotraficantes y fundamentalistas que colaboran con Washington
y que recibieron millones de dólares para llegar al lugar que hoy ocupan. El
Wall Street Journal ha identificado como tales a Ismail Khan, actual ministro
de Energía; a Gul Agha Shirzai, gobernador de la provincia de Nangharhar; a
Atta Mohammed Noor, gobernador de la provincia de Balkh (online.wsj.com,
20/3/09). Malalai Joya propone, en cambio, que el país debe practicar una
política progresiva e independiente. Demanda, sobre todo, ayuda humanitaria
real: EE.UU. gasta en la guerra 100 millones de dólares cada día y sólo
destina unos 7 millones diarios a la reconstrucción del país, de los que la
mayor parte se pierde en los trasiegos de la corrupción y nunca llega a los
damnificados.
Los talibán, entre tanto, controlan bastante territorio. El almirante
Michael Mullen, presidente del Estado Mayor Conjunto estadounidense, reconoce
que “la insurgencia mejora y es más sofisticada” y se muestra preocupado por
el debilitamiento del apoyo de la opinión pública norteamericana: una encuesta
de Washington Post y ABCNews muestra que la mitad de los consultados considera
que no vale la pena continuarla (AP, 26/8/09). Pero la Casa Blanca ha enviado
y enviará más tropas a esta “guerra necesaria”. Algunos analistas se preguntan
si Afganistán se convertirá en el Vietnam de Obama.