La fijación libre de los tipos de cambio y las restricciones mínimas a
los movimientos de capitales podrían pasar a ser recuerdos.
Por Felipe de la Balze (*) -
Clarín
Después de la Segunda Guerra Mundial, el dólar reemplazó a la libra
esterlina como la moneda central en el sistema de pagos internacional.
En la actualidad, aproximadamente el 80% del comercio internacional y el
65% de las reservas mundiales en moneda extranjera están denominadas en
dólares.
En materia de mercados de capitales, los Estados Unidos mantienen un liderazgo
indiscutido. Su mercado de títulos públicos es el más grande del mundo. Su
mercado accionario representa casi el 45% de la capitalización mundial y las
plazas de Nueva York y Chicago siguen siendo el barómetro esencial en la
fijación de precios en productos tan disímiles como las tasas de interés, el
barril de petróleo, la soja y el café.
Cierto, la plaza financiera de Londres se ha fortalecido durante los últimos
años. Pero esto no fue en detrimento del dólar. En la práctica, los fondos
abandonan los Estados Unidos pero se mantienen mayoritariamente en dólares.
El euro, la nueva moneda común europea, ha ganado mucho terreno durante los
últimos años, pero su participación en la economía mundial es aún limitada y
todavía no cuenta con la masa crítica necesaria para reemplazar la hegemonía
del dólar por muchos años.
Los Estados Unidos han vivido por arriba de su medio por demasiado tiempo, lo
que generó un déficit creciente en su balanza de pagos y una
acumulación excesiva de pasivos en dólares con el resto del mundo.
El debilitamiento de la balanza de pagos norteamericana perduró más de lo
previsto porque sucedió en un contexto internacional sumamente favorable para
dicho país (fin de la Guerra Fría, eclosión de Internet, difusión de nuevos
productos financieros e incorporación de China al sistema capitalista
mundial).
Los principales beneficiados fueron los consumidores de este país, cuyo poder
adquisitivo creció a través de la importación de productos manufacturados a
precios decrecientes. La mejora en los términos de intercambio de los Estados
Unidos contribuyó a mantener las tasas de inflación y de interés bajas, lo que
generó un extraordinario boom en el sector inmobiliario y financió a bajo
costo un fuerte incremento en los gastos del sector público e inclusive la
guerra de Irak.
Pero el importante desequilibrio en la balanza de pagos norteamericana también
se explica porque resultó funcional a otros actores clave en la escena
mundial.
Un conjunto de empresas multinacionales incrementaron sustancialmente sus
ganancias relocalizando sus actividades productivas exportadoras de los
Estados Unidos a un grupo selecto de países emergentes, que ofrecían
estabilidad política, bajísimos costos laborales y menores restricciones
regulatorias. A su vez, los nuevos países exportadores cosecharon
importantes ventajas: atrajeron nuevas inversiones, generaron nuevos
empleos y ampliaron significativamente su participación en la economía
mundial. En contrapartida, estuvieron dispuestos a acumular cuantiosas
reservas externas denominadas en dólares. El reciclaje de dichos dólares a
través de un universo de novedosos productos financieros produjo un período de
auge extraordinario en el sector financiero internacional.
La conjunción de estos factores explica la magnitud y la persistencia del
desequilibrio acumulado en las cuentas externas de los Estados Unidos; a
pesar de que la mayoría de los economistas coincidían en que dicha situación
era insostenible en el largo plazo y necesitaba ser corregida.
Finalmente, la corrección se inició durante los últimos seis años.
Gradualmente, el dólar perdió casi el 30% de su valor en los mercados
internacionales sin que las reglas habituales de funcionamiento del
sistema monetario internacional sufrieran modificaciones.
Pero la intempestiva crisis bancaria e inmobiliaria originada en los Estados
Unidos a partir de agosto de 2007 ha creado un cono de sombra sobre el
funcionamiento de la economía mundial, haciendo peligrar el rol central del
dólar en el sistema internacional.
A pesar de las fuertes inyecciones de liquidez provistas por la Reserva
Federal durante los últimos meses, la crisis se profundiza y el
enfriamiento de la economía norteamericana se extiende lenta pero
inexorablemente al resto del mundo.
Las autoridades norteamericanas enfrentan un complejo dilema de política
económica cuyas consecuencias se volverán cada vez más evidentes en los
próximos meses. Si mantienen las tasas de interés de corto plazo bajas para
minimizar los efectos de la recesión, corren el riesgo de debilitar el
dólar, impulsar la inflación y generar una fuerte suba en las tasas de interés
de largo plazo, lo que agravaría la crisis en curso.
Dada la situación actual, una suba precipitada del petróleo, un colapso en los
valores bursátiles de un mercado emergente importante y/o los recelos que
produce en los mercados de capitales la sospecha que el nuevo presidente
norteamericano tendrá que aumentar los impuestos podrían acelerar una
corrida contra el dólar y provocar un fuerte incremento de las tasas de
interés de largo plazo. Esto agravaría el proceso recesivo en curso y
desnudaría la gravedad de una crisis financiera y económica con ramificaciones
mundiales.
En estas particulares circunstancias —donde no hay otra divisa que pueda
reemplazar al dólar como moneda internacional de reserva— las reglas del juego
que han regido el funcionamiento del sistema monetario internacional durante
las últimas décadas podrían sufrir modificaciones en un futuro próximo.
La era durante la cual los tipos de cambio entre las principales monedas
internacionales se fijaron libremente en los mercados de divisas —sin
intervención por parte de los principales bancos centrales— y las
restricciones gubernamentales a los movimientos de capitales fueron ínfimas
podría estar llegando a su fin.
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(*)Economista y negociador internacional