mediados de Mayo, el presidente Bush viajó a Oriente Medio para asentar
más firmemente su legado en aquella parte del mundo que fue el primer centro
de atención de su presidencia.
El viaje tuvo dos destinos principales, cada uno de ellos escogido para
celebrar un aniversario importante. Israel: el 60 aniversario de su
fundación y reconocimiento por los Estados Unidos. Y Arabia Saudita: el 75
aniversario del reconocimiento por los EEUU del reino recién fundado. Las
elecciones tienen sentido a la luz de la historia y del carácter constante
de la política estadounidense en Oriente Medio: control del petróleo y apoyo
a los acólitos que le ayudan a mantenerlo.
Sin embargo, hubo una omisión que no pasó desapercibida a la población de
la zona. Si bien Bush celebró la fundación de Israel, no reconoció –ni,
menos, conmemoró— el acontecimiento paralelo de hace 60 años: la destrucción
de Palestina, la Nakba, como llaman los palestinos a los
acontecimientos que los echaron de sus tierras.
Durante sus tres días en Jerusalén, el presidente participó
entusiásticamente en pomposas celebraciones y se empecinó en ir a Masada, un
lugar semisagrado del nacionalismo judío.
Pero no visitó la sede de la Autoridad Palestina en Ramallah, ni la
ciudad de Gaza, ni un solo campo de refugiados, ni la ciudad de Qalqilya,
estrangulada por un Muro de la Separación que se está convirtiendo en un
verdadero Muro de la Apropiación merced a los programas ilegales israelitas
de establecimiento y desarrollo, que Bush ha aceptado oficialmente, siendo
el primer presidente que lo hace.
Quedaba, desde luego, excluido cualquier contacto con los líderes y
diputados de Hamás –elegidos en las única elecciones libres del mundo
árabe—, muchos de los cuales están en las prisiones israelíes sin ninguna
perspectiva de procedimientos judiciales. Los pretextos para esta conducta
apenas resisten el más mínimo análisis. Como tampoco lo resiste el hecho de
que Hamás ha pedido repetidamente un acuerdo que reconozca los dos estados,
según el consenso internacional que Estados Unidos e Israel han rechazado,
prácticamente en solitario, durante más de 30 años y que continúen
rechazando.
Bush permitió al presidente palestino favorito de los US, Mahmoud Abbas,
participar en reuniones en Egipto con varios líderes regionales. La última
visita de Bush a Arabia Saudita tuvo lugar en enero. En ambos viajes trató
sin éxito de arrastrar al reino Saudita a la alianza anti-Irán que había
estado intentando forjar. No se trata de una tarea menor, a pesar de la
preocupación de los dirigentes sunitas por la “ola shiita” y la creciente
influencia iraní, normalmente denominada “agresividad”.
Para los dirigentes sauditas, el compromiso con Irán puede ser preferible
a la confrontación. Y aunque la opinión pública es marginada, tampoco puede
despreciarse completamente. En una reciente encuesta entre los sauditas,
Bush se situaba por encima de Osama Bin Laden en la categoría de “muy
desfavorable” y más del doble por encima del presidente iraní Ahmadinejad y
de Hassan Nasrallah, líder de Hezbollah, el aliado shiita de Irán en Líbano.
Las relaciones EEUU-Arabia Saudita datan del reconocimiento del reino en
1933, no por casualidad el año en el que la Standard Oil de California
obtuvo una concesión de petróleo y los geólogos americanos empezaron a
explorar las que resultaron ser las reservas de petróleo más grandes del
mundo.
Los Estados Unidos se afanaron si tardanza en asegurarse el control, paso
importante de un proceso, al término del cual los Estados Unidos tomaron el
relevo de Gran Bretaña en el dominio del mundo, quedando ésta poco a poco
esta última reducida a la condición de “socio junior”, como lamentó
el Ministerio Británico de Asuntos Exteriores, incapaz de contrarrestar “el
imperialismo económico de los intereses empresariales de Norteamérica, que
es muy activa bajo el disfraz de un internacionalismo benévolo y paternal” y
“está intentando expulsarnos”.
La robusta alianza EEUU-Israel cobró su forma actual en 1967, cuando
Israel prestó a los Estados Unidos el gran favor de destruir el principal
centro del nacionalismo laico árabe, el Egipto de Nasser, salvaguardando al
mismo tiempo a los dirigentes saudíes de la amenaza del nacionalismo laico.
Los planificadores estadounidenses habían reconocido una década antes que un
“corolario lógico” de la oposición norteamericana al nacionalismo árabe
“radical” (o sea, independiente) debería ser “apoyar a Israel como el único
poder proeuropeo fuerte que quedaba en Oriente Medio”.
Las inversiones de las corporaciones estadounidenses en la industria
high-tech israelí aumentaron drásticamente, entre ellas Intel, Hewlett
Packard, Microsoft, Warren Buffett y otras, además de grandes inversores del
Japón y la India, siendo este último caso una faceta de la creciente alianza
estratégica EEUU-Israel-India.
Para ser exactos hay otros hechos subyacentes en la relación EEUU-Israel.
En Jerusalén, Bush invocó “los lazos del Libro”, la fe “compartida por
cristianos como él mismo y los judíos”, según informó la prensa australiana,
pero aparentemente no compartida por musulmanes o incluso árabes cristianos,
como los de Belén, actualmente excluidos de la Jerusalén ocupada, unos
kilómetros más allá, por proyectos de construcción ilegales israelíes.
La Gaceta Saudí condenó agriamente la audacia de Bush de llamar a
Israel “la tierra del pueblo elegido”, la terminología de los halcones
israelíes. La Gaceta añadía que “el tipo particular de degeneración
moral de Bush se puso plenamente de manifiesto cuando mencionó solo de paso
un estado palestino en su visión de la región dentro de 60 años”.
No es difícil comprender porqué el legado escogido por Bush subraya las
relaciones con Israel y Arabia Saudita, con una breve referencia a Egipto,
al mismo tiempo que, excepto en unas pocas frases rituales, desprecia a los
palestinos y su miserable situación.
No es necesario detenerse a pensar si las elecciones presidenciales
tienen algo que ver con la justicia, los derechos humanos o la visión de la
“promoción de la democracia” que se apoderaron de su alma tan pronto como
los pretextos por la invasión de Irak se vinieron abajo.
No se trata de esto, sino de que las elecciones se corresponden con un
principio general observado con una considerable constancia: los derechos se
asignan según los servicios prestados al poder.
Los palestinos son pobres, son débiles, están dispersos y son enemigos.
Por lo tanto, resulta elemental que no deben tener derechos. Por el
contrario, Arabia Saudita tiene unos recursos de energía incomparables,
Egipto es el mayor estado árabe e Israel es un rico país occidental y la
sede del poder regional, con unas fuerzas armadas y aéreas mayores y más
avanzadas tecnológicamente que cualquier poder de la NATO (excepto su
patrón) además de cientos de armas nucleares y una economía avanzada y
ampliamente militarizada, estrechamente ligada a los Estados Unidos.
Las líneas del legado escogido son por lo tanto bastante predecibles.