(IAR Noticias) 30-Mayo-08
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"Populismo" venezolano: Manifestantes
victorean a Hugo Chávez y su "revolución bolivariana y socialista" |
El reformismo se ha convertido en palabra clave de una nueva ideología
que predica el evangelio del crecimiento económico mientras el populismo
recita el mantra de la seguridad y de un renovado proteccionismo de base
supranacional de las comunidades locales. El ejemplo más significativo de
mitigación de los efectos del libre mercado en el mundo son los proyectos de
la Fundación de Melinda y Bill Gates. O la propuesta de una tercera vía que
supere la distinción entre izquierda y derecha.
Por
Ugo Mattei
(*) - Il Manifesto
E s difícil encontrar en la jerga política italiana contemporánea un término más difundido
que el de “reformismo”. Es
más, es difícil encontrar una ideología política más responsable de la
catástrofe electoral de las fuerzas democráticas de este país, simbolizada por
la pancarta con la inscripción “Veltroni santo, ya!”, expuesta por los
fascistas que hoy se señorean en el Campidoglio.
Es indiscutible que el uso reciente dado por la izquierda al término
“reformismo” debe constituir el punto de partida de cualquier análisis sobre
su completa derrota. La necesidad de “emprender reformas” fue invocada en
campaña electoral tanto por los líderes políticos de derechas como de
izquierdas, hasta el punto de convertirse en el mínimo común denominador de la
política italiana contemporánea: la reforma electoral, la reforma escolar, la reforma
sanitaria, la reforma universitaria, la reforma profesional, la reforma del
mercado de trabajo. ¿Qué se esconde tras esta extendida ideología? Es bastante
obvio que el término reformista transmite un tranquilo mensaje de moderación.
Al mismo ti
empo , sin embargo, esconde una feroz determinación securitaria.
El reformista, a diferencia del revolucionario, no destruye, no trastoca, no
revoluciona el status quo. Siempre está del lado de la autoridad
constituida que garantiza seguridad a su propiedad. No está satisfecho con
algunos aspectos del sistema y, aunque suscribe su lógica de fondo, procura
mejorarlo, repensarlo, favorecer su desarrollo, transformarlo de manera tal
vez radical, pero armónica, progresiva y siempre compatible con los
fundamentos del orden propietario consolidado.
La expresión “reformismo” pone el énfasis en el proceso de transformación
más que en su contenido, y admite la necesidad de rediseñar algunos aspectos
del sistema institucional para obtener crecimiento y desarrollo. Este es el
declarado mensaje bipartidista de la mayoría y de la oposición que compiten de
acuerdo a las reglas electorales de una “democracia liberal occidental
moderna”. Se trata de un tranquilo mensaje subliminal, que coloca a la
expresión “reformismo” bajo una luz benévola, al tiempo que estigmatiza como extremista y veleidosa a cualquier voz
alternativa.
De Bentham a Carlo Rosselli
En la era del reformismo bipartidista, la antigua oposición entre
conservador y reformista se esfuma, ya que el primero queda irremisiblemente
condenado a la “inevitable” y “natural” aceleración histórica y tecnológica de
la era postmoderna. Por razones en buena medida análogas pero especulares, se
esfuma también la contraposición entre revolucionario y reformista. En efecto,
aunque el término reformista fue acuñado por Jeremy Bentham en 1811, quien lo
situó en el centro de la reflexión política del movimiento obrero a mediados
del siglo XIX, fue Eduard Bernstein el primero en poner en cuestión la
inminencia de la revolución proletaria, sosteniendo la necesidad de alianzas
estratégicas con los partidos burgueses. El reformismo socialista, teorizado
en Francia por Alexandre Millerand en un famoso libro de título homónimo,
conquistó a algunos de los más prestigiosos dirigentes del Partido Socialista
Italiano a inicios del corto siglo XX. Cabe recordar, por ejemplo, a Turati,
Treves, Bissolati, Bonomi, Carlo Roselli, Matteotti y Gaetano Salvemini, la
mayoría expulsados en el congreso de Livorno de 1912 y tachados, precisamente,
de revisionistas, un término que para entonces ya estaba contaminado de
connotaciones negativas. Por supuesto, esta corriente reformista, que tuvo un
peso notable en la Segunda Internacional (1889-1914) compartía el proyecto de
igualdad y justicia social del movimiento socialista, pero se distinguía por
el método legalista y gradualista, más que revolucionario, con el que el
objetivo final debía alcanzarse. La idea de reformismo, en otras palabras,
estaba imbricada en un vasto proyecto internacionalista, redistributivo y de
emancipación de las clases sociales más necesitadas, una aspiración
completamente perdida en la actual concepción bipartidista.
El terremoto reaganiano
En materia de política económica, el término reformista se manifiesta en
las grandes transformaciones del modelo liberal propugnadas por los defensores
del Estado de bienestar, en particular en su versión keynesiana. Esta
concepción fue barrida, tras la crisis del petróleo de los años 70’, por la
“revolución” reaganiana y tatcheriana que contribuiría al hundimiento, en
pocos años, de la experiencia del socialismo realmente existente. Es
precisamente en el marco de las transformaciones del contexto político-cultural global donde nace la
actual ideología del reformismo, una teoría animada no por un proyecto básico
de justicia social sino, por el contrario, orientada principalmente a la
reconstrucción de un sistema capitalista lo más eficiente posible.
En este ámbito, el ordenamiento jurídico, lejos de postularse como un
instrumento de limitación de los impulsos posesivos individuales, se propone
estimular su despliegue sin cortapisas. El argumento de fondo es que estos
impulsos, guiados por una mano invisible en un proceso puramente privado,
acabarán por favorecer, al menos de forma indirecta, también a los sujetos más
débiles, en virtud del “derrame hacia abajo” (el llamado trickle down
effect) de los beneficios de un crecimiento económico sostenido.
El proyecto reaganiano y tatcheriano no intentó remozar aspecto alguno del
modelo contra el que se rebelaba. Por el contrario, contemplado con
perspectiva global, trastocó con violencia “revolucionaria” todo su contenido
político y cívico. Lo que se derrumba con la caída del Muro de Berlín,
haciendo retroceder en casi dos siglos el significado del reformismo, son
precisamente los presupuestos de la constitución económica de un modelo mixto
(público y privado) que el estado del bienestar había producido y
constitucionalizado a partir de la experiencia de la República de Weimar y
luego, en Italia, con la constitución de 1948 y el gran compromiso entre
Togliatti, Dossetti y Eunadi. Desde el punto de vista del contenido, en el
nuevo orden global en el que el crecimiento económico se considera
prioritario, con independencia de toda preocupación distributiva, el
reformista sólo se propone mitigar los aspectos más extremos e inhumanos del
modelo dominante. De esta manera, el término adquiere una acepción no muy
distinta a la que permite presentar como reformistas a reyes “ilustrados” como
María Teresa de Austria, Leopoldo de Toscana, Federico II de Prusia,
Carlos III de Nápoles o Catalina II de Rusia. Una visión
profundamente anclada en la desigualdad sustancial de los derechos de
propiedad, que hace suyo un modelo autoritario, clasista, etnocéntrico, pero
que se preocupa, sin embargo, por su “rostro humano” (el plan para África de
Tony Blair o la Fundación de Bill y Melinda Blair son, en este sentido,
emblemáticos)
Este reformismo de la “tercera vía”, que a partir de los trabajos de
Anthony Giddens pretende expugnar el frente intelectual y político que, al
menos en Europa, separaba la izquierda de la derecha, encuentra en Tony Blair
y Bill Clinton a los dos héroes epónimos capaces de naturalizar y encajar en
el bipartidismo las recetas neoliberales confeccionadas una década atrás en
interés de los actores fuertes de los mercados financieros globales
(instituciones financieras internacionales, bancos, compañías de seguro,
fondos de inversión). Dos héroes que no están solos en Occidente. Que en
Alemania tienen a Schroeder, quien con la ayuda del Fondo Monetario
Internacional, marginó a Oskar Lafontaine. Y que en Italia tienen a Massimo
D’Alema (primer ministro post-comunista ansioso por participar en las guerras
globales) y a Romano Prodi, ambos dispuestos a hacer pasar el reformismo
neoliberal como pensamiento de “izquierdas” y a abrir paso así a una gran
convergencia bipartidista. La creación de una ideología reformista que actúe
como instrumento del abandono de la distribución en beneficio de la producción
y de la acumulación concentrada de riqueza, permite abrazar sin traumas este
modelo de desarrollo totalmente “mercantilista” (acompañado por la retórica de
la competencia pero basado, en la práctica, en el oligopolio). Un modelo que
entre nosotros ha sido celebrado con entusiasmo por el Partido Democrático,
justo cuando la derecha social neocorporativista, curiosamente, comenzaba a
revisarlo, a través de la impresionante pirueta de Giulio Tremonti, campeón de
las privatizaciones y las finanzas creativas (La paura e la speranza,
Mondadori, 2008, ha sido un best-seller de campaña electoral, capaz de
vender, simultáneamente, anti-mercantilismo, securitarismo y xenofobia).
También en la izquierda, las periódicas y dramáticas convulsiones
productivas –la crisis de los mercados asiáticos de 1997, la crisis de las
suprime y recesión actual-, pero sobre todo el progresivo ahondamiento de la
brecha entre ricos y pobres que de manera estructural condena a África y a
otros países subalternos al hambre y la sed, deberían conducir a un honesto
replanteamiento de los términos de la cuestión “reformista”. El economista
austriaco Joseph Shumpeter escribió una vez que así como los frenos permiten a
un vehículo avanzar rápido y sin accidentes, lo mismo ocurre con el modelo
económico capitalista. Esta idea fue retomada por Michel Albert en su célebre
ensayo sobre los dos capitalismos (el anglosajón y el renano) y ha sido
desarrollada en la literatura jurídica y económica más sensata, aunque
minoritaria. No obstante, ha obtenido escaso eco en las discusiones sobre
política económica italiana. Entre nosotros el reformismo se mide con el metro
de las liberalizadoras medidas “sábana” del ex ministro de Prodi, Pierluigi
Bersani, y hace suya la cruzada contra los “límites de todo tipo” a la libre
empresa (los lacci e lacciuoli de los que hablaba Guido Carlo, un
maestro de la derecha clásica). Las reformas orientadas a la liberalización
desacreditan así, de manera sistemática, los controles jurídico públicos (los
lacciuoli, precisamente) al dirigirse a taxistas, farmacéuticos y,
sobre todo, a trabajadores autónomos (en defensa de este punto se han mostrado
particularmente activos los profesores Giavazzi y Alesina) y dependientes,
ensañándose, en nombre de la flexibilidad, con las garantías obtenidas por los
trabajadores a lo largo de las luchas sindicales de los años 60’ y 70’ (el
nombre que cabe citar aquí es el de Pietro Ichino).
El asalto de los mercados financieros
Este reformismo neoliberal, evidentemente, otorga licencia económica,
política y cultural al actual centro del capitalismo internacional, los
Estados Unidos, que a pesar de atravesar una profunda crisis, han colonizado
el imaginario postmoderno de Europa y de otros países periféricos y semi-periféricos,
para utilizar la geoeconomía elaborada por Immanuel Wallerstein. El llamado
capitalismo estadounidense, tras haber determinado el fin del socialismo real
en la Unión Soviética, ha lanzado un durísimo ataque contra el capitalismo
social europeo, desacreditándolo como un burocrático conjunto de “lacci e
lacciuoli” que impiden su despegue hacia el empíreo paraíso de los
mercados financieros (pero que acaso impidan también su caída en las cumbres
de los fondos suprime). Son estas, en realidad, las cuestiones que se ocultan
tras la atractiva y tranquilizadora bandera del reformismo postmoderno. Una
religión del crecimiento y del desarrollo sostenida incluso culturalmente por
los oligopolios globales. Una radical subversión de la idea reformista que,
nacida de un pensamiento emancipatorio socialista e internacionalista, no
podía sino colocar la igualdad, la justicia social y la redistribución de
riquezas por medio del derecho, en el primer lugar de las preocupaciones de
una política que aspiraba a ser una política civilizatoria y que estaba
dispuesta a hacerse cargo de las impostergables demandas del resto del
planeta. El actual reformismo eurocéntrico, más bien provinciano, no es sino
una ideología de resistencia del Occidente opulento que defiende de forma
desesperada (con tonos más o menos insoportables) los frutos de su
pluricentenaria depredación. Que se trata de una política suicida lo ha
experimentado ya el Partido Democrático. La demografía y nuestros hermanos
hambrientos nos mostrarán pronto que si no se revierte este rumbo lo único que
queda es la catástrofe anunciada.
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(*) Ugo Mattei (Turín, 1961) es catedrático de derecho
internacional y comparado en la Facultad de Derecho( Hastings College of Law
), de la University of California, y de derecho civil en la Facultad de
Jurisprudencia de la Università degli Studi de Turín. C ivilista europeo de
vivísimo ingenio –del temple de sus dos grandes maestros, Rodolfo Sacco y
Rudolf Schlesinger—, rojo impenitente, trabajador infatigable, académico de
libro, common lawyer a la anglosajona y abogado de todo género de
causas, cruza el Océano Atlántico al menos dos veces al año para impartir sus
clases, un semestre en San Francisco y otro en Turín. La editorial italiana Il
Mulino acaba de publicar su libro: Invertire la rotta. Idee per una riforma
della proprietà pubblica [Invertir el rumbo. Ideas para una reforma de la
propiedad pública], coescrito con Edoardo Reviglio e Stefano Rodotà.
Traducción para
http://www.sinpermiso.info/: Gerardo Pisarello
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