Cuando le contesté al policía de migraciones del aeropuerto de Nueva York cuál
era mi trabajo, el tipo –latino, cuarentón, bigotes– me miró con asquito:
–Ah, periodista. Ustedes sí que son un fracaso.
Yo no le dije que a ellos, los policías americanos, tampoco les habían salido
tan bien las cosas porque estoy aprendiendo que, para saber lo que piensa el
otro, no siempre lo mejor es llamarlo tarado.
–¿Por qué?
Le pregunté, mejor cara de nabo.
–Porque a ustedes los periodistas no hay forma de creerles. Cuando yo era un
nene ustedes eran gente seria, respetada. Ahora parece que todo lo que pasa en
el mundo es Britney Spears. ¿Usted sabe la crisis que hay en este país?
Yo le dije que sí, que sabía, y él me miró como si no me lo creyera. Así son,
supongo, los policías en todos los países.
El tipo debía leer medios muy raros –o ninguno– porque ya en los quioscos del
aeropuerto me choco con la crisis: todo lleno de diarios y revistas que la
nombran. Que la bolsa bajó dos por ciento, que tal banco quizá no llegue a fin
de mes, que la Reserva Federal ya no sabe qué hacer; la tapa de una revista
que solía ranquear los mejores empleos ahora explica cómo cuidar el puesto.
Salgo del aeropuerto preguntándome qué me voy a encontrar. Una hora y muchos
miles de coches más tarde llego al centro: no me encuentro, por supuesto,
nada.
El forastero, en general, se entera de muy poco. Nueva York brilla, reluce,
resplandece: sigue mostrándose como la hiperciudad, algo infinitamente más
grande y más potente que cualquier otro montón de casas y coches y personas en
el mundo. Paso por la puerta de un edificio atronador, 50 pisos de vidrio
diamantino, tan erecto, rabiosamente desdeñoso; en la entrada hay un cartel
que dice que es el banco Bear Stearns, que en estos días estuvo tratando de
quebrar –y casi lo consigue.
Y no se ven muertos de hambre ni mendigos –o por lo menos no más que de
costumbre. Sí se ven las clásicas chicas de catálogo, los ejecutivos
agresivos, los coches imposibles, las vidrieras doradas –y todo lo demás. Lo
que se ve, todo el tiempo, es la potencia.
En general las ciudades están llenas de personas que viven en ellas porque no
supieron cómo hacer otra cosa, o no se les ocurrió que tuvieran que hacerla.
Nueva York no. Nueva York rebosa de personas que la eligieron, inmigrantes que
están aquí con un propósito: en general, ganar plata, comprarse la tele
superchata, traerse a los hijos desde Tegucigalpa. Gente que no tiene tiempo
para perder el tiempo, que sabe lo que quiere, que camina con decisión y
labios apretados: así debió ser, hace milenios, Buenos Aires. Hablo con
muchos, y varios me dicen que están asustados: con esto de la crisis, usted
sabe.
–Cuando se arman estos mess los muy primeros que nos dejan fuera de empleo
somos los foreigners, nosotros.
Me dice un mexicano que ya no sabe qué habla.
Después mi amigo Tom me cuenta que su madre, que vive en las montañas de
Virginia, le contó que el último año tres de sus vecinos quemaron sus casas
por bronca, porque no podían pagar sus hipotecas y no querían entregarlas al
banco, y que los tres fueron presos por eso. Y Jamie me dice que esta no es
una crisis como las anteriores, que le da mucho miedo y le parece que a los
demás también:
–Las otras veces lo que se devaluaba era algo, cómo decirte, secundario: te
comprabas unas acciones porque te sobraba algún dinero y después descubrías
que esas acciones ya no valían lo que vos creías. Pero ahora es otra cosa: lo
que se está cayendo es el valor de las casas, la base de nuestras economías
personales. Acá, para la mayoría, la casa es su capital más importante, la
mayor cantidad de plata que tienen, pero no es sólo eso. No, la casa le sirve
a mucha gente de garantía para pedir préstamos para pagar el coche, los
estudios de los hijos, la propia casa, todo. Entonces, si las casas valen
menos, imaginate el lío que se arma.
Y me cuentan que hubo más de 30.000 despidos en Wall Street y otras cifras de
miedo. Hasta que otro amigo, fotógrafo exitoso, me dice que esta crisis no le
viene mal: que sigue teniendo trabajo y que lo bueno es que los precios van a
bajar un poco.
–¿Qué precios?
–No sé, de muchas cosas. La comida, la ropa, los alquileres, lo que uno
consume. ¿Sabés qué? Ahora es mucho más fácil conseguir una mesa en un buen
restorán, eso no es poco.
Y nadie relaciona la crisis con los gastos de guerra, o muy poquito: quizá
tuviera razón el policía. Al empezar la guerra de Irak, el gobierno había
calculado que le costaría 60 o 70.000 millones de dólares; las cifras
oficiales van por los 600.000 millones y algunos, como Stiglitz, dicen que ya
son tres billones. Sólo el año pasado los gastos directos de la guerra
llegaron a 125.000 millones, casi la deuda externa total de la Argentina.
Y después Leah me cuenta sobre un amigo suyo que andaba en la mala y consiguió
un trabajo en Buffalo, en el norte del estado. Buffalo es una ciudad donde
varias fábricas cerraron en los últimos años y el desempleo subía sin parar.
Ahora en cambio está próspera: en Buffalo se instalaron como cien empresas que
contrataron a docenas o cientos de trabajadores cada una para una industria en
crecimiento: el cobro de deudas complicadas. Hay firmas que compran, por una
fracción de su valor, las deudas de particulares, y después contratan a una de
estas compañías de cobradores para ver qué recuperan. Hay miles de personas
que viven de esta industria triste.
En esta crisis –en toda crisis– hay, por supuesto, quienes ganan. La cuestión,
en ésta –en todas–, consiste en descubrirlos.