i un individuo rechaza igualmente la
violencia del inadaptado y la adaptación a la violencia del mundo, ¿dónde
hallará su camino?” Raoul Vaneigem1) En Occidente manejamos siempre
esquemas binarios: Bien-Mal, Progreso-Reacción, Civilización-Barbarie,
Capital-Trabajo,... Tememos al número “tres”.
Eso les ocurre, por cierto, perdónesenos la broma, a los matrimonios y a
las “parejas de hecho”, indefectiblemente registrados; también les
ocurre a las cada vez más frecuentes, dado el envejecimiento de nuestras
sociedades, “parejas de desecho”, que ya no tienen ningún interés en
registrarse. Tememos al número “tres”.
Sostengo que, en Colombia, la Guerrilla es el número “tres”. Y se
la teme, de muchos modos.
2) Son simplistas y burdos los enfoques inmediatamente apologéticos
que algunos autores de la información “alternativa”, movidos por su legítima
fobia al Capitalismo, manejan en relación con la Guerrilla colombiana. Esa
falsía la descubren al vuelo los lectores colombianos; la detectan
enseguida casi todos los colombianos. Incluso los insurgentes.
Que la Guerrilla colombiana exprese y defienda los intereses
“reales”, “concretos”, “actuales”, de los colombianos oprimidos es en
gran parte mentira. Esa ya no es del todo la verdad. Aunque no
cabe duda de que lo fue ayer, y de que lo fue por casi por completo.
3) Que la Guerrilla siga teniendo sentido político, que desde la
sensibilidad y la inteligencia anticapitalistas no se la pueda detestar
sin más, que quepa de alguna manera “defenderla”, “socorrerla”,
“comprenderla en lo profundo” y hasta “respaldarla”, es otra cosa; y otra
cosa también cierta.
En la actual coyuntura política de Colombia, me niego a combatir, con
mis medios de escritura y de comunicación, a la Guerrilla.
Es el número “tres” indecoroso que se cruza en las relaciones, por
necesidad “turbias”, por necesidad “malsanas”, que mantiene el régimen
pseudo-democrático de Uribe con sus votantes populares –votantes “del
pueblo” que ni son todos ni son tantos, pero cuya existencia
resultaría necio negar. Número tres que también interfiere en la pelea que
sostiene ese régimen desaprensivo con la otra parte del pueblo, que no
siendo desde luego todos, sí son muchos. La Guerrilla es el
número “tres” que altera la sórdida concupiscencia de aquella “pareja de
desecho” y el noble anhelo transformador de los insurrectos no armados .
Es el temible número “tres”; y podríamos caracterizarlo de este modo,
parafraseando a R. Vaneigem: “inadaptados que usan la violencia y que
molestan a quienes optaron por adaptarse a un sistema violento”.
4) Se les puede llamar “terroristas”, y entonces se estaría dignificando
la figura del asesino político solitario y consciente. Hay muchos
cerebros y muchos corazones que, en el fondo, disculpan a ese “ángel de la
pureza” (expresión de Mallarmé) que comete la insensatez de eliminar
a un “sicario de la tiranía”, no pudiendo eliminar al Tirano mismo.
“Ángel de la pureza” que, para secuestrar o asesinar a un generador
administrativo de muertes, para retener o ejecutar a la herramienta
humana de un Estado homicida (en lo que nos atañe, Estado colombiano que
propicia o tolera masacres sin número contra el pueblo, “eliminaciones”
selectivas o nada selectivas, “limpiezas” ciudadanas de indigentes y
marginados, campañas de terror contra comunidades campesinas que obstruyen
intereses capitalistas, etc.) sabe y siente que no necesita el apoyo de
las víctimas sociales, que ni siquiera requiere la aprobación de los
explotados y de los oprimidos. Responde a su conciencia individual
soliviantada, responde sólo ante sí. Proclama y defiende la única
“propiedad” (por usar la expresión de Stirner) que realmente aún le cabe:
la propiedad de sí mismo, la propiedad de su “unicidad”.
5) Páginas y páginas de la Cultura Impresa Occidental, que se ha nutrido
de los textos intempestivos de Latréamont, Sade, Genet, Armand, Onfray, Dahl,
Anders,... por citar sólo a los autores que estos días he estado releyendo
(muchos de los cuales fueron seleccionados, por cierto, por editoriales
burguesas consagradas, a pesar de la intelección, implícita en sus obras,
del fenómeno “terrorista”), surten argumentos para afianzar y hasta
desarrollar el aserto de que lo demoníaco y lo demencial no están, para
el caso que nos ocupa, del lado de la Guerrilla.
Lo demoníaco y lo demencial fundan y reproducen la institucionalidad y
los usos políticos de este convulso Estado sudamericano; reproducen y
sostienen a las clases o fracciones de clase apoderadas de los medios de
producción, terratenientes y alta burguesía sobre todo; sostienen y amparan
a las “familias” y círculos de advenedizos del narcotráfico...
6) Con este deslizamiento inicial de mi perspectiva, me distancio de las
posiciones del lúcido escritor y penetrante analista colombiano Estanislao
Zuleta: a la hora de interpretar la violencia, el autor de “Elogio de la
dificultad” gustaba de repartir responsabilidades, imputando
no menos a la extrema izquierda que a la extrema derecha, señalando tanto al
Gobierno como a la Guerrilla; nunca cesó de ejercer, en sus conferencias y
en sus artículos, un apostolado inteligente y sutil, en todas partes
“rentable” y en todas partes aplaudido, a favor de la Democracia.
Yo tengo meridianamente claro que la responsabilidad mayor está
del lado del Gobierno y de la oligarquía. Aún más: no se trata de jugar a la
balanza, al platillo, a una suerte de economía política de la culpa. La
responsabilidad matriz, la culpabilidad fuente, atañe a la
clase política y a los sectores acomodados.
Persiste una estructura económica absolutamente injusta, con su
correspondiente juego infame de intereses y su lógica social viciada,
que por fuerza ha de traducirse en conflictos, en violencias, en horrores;
quienes desean conservar incólume esta estructura, porque de ello depende su
bienestar material, sus privilegios políticos y su ascendencia en la
cotidianidad rural y urbana, deben recurrir irremediablemente a una
maquinaria estatal sangrienta, a tecnologías de poder homicidas, a una
administración de la crueldad y de la inhumanidad en la que se refleja “lo
monstruoso” de sus propias ambiciones. Y habrán de encontrar repuesta entre
sus damnificados... No faltará quien, por la vía de las armas, se oponga a
un gobierno y a una aristocracia armados.
Estoy también persuadido de que constituiría una negligencia analítica,
una frivolidad de la reflexión, condenar, en ese contexto, la metodología
violenta de la Guerrilla. Y, como occidental, sé, no me cabe la menor duda,
de que esa democracia optimizada por la que suspiraba Zuleta es
también el sueño venidero de las gentes parapetadas tras la gestión
de Uribe: es la forma “suprema” de la opresión capitalista, es el
demofascismo que perpetuará los intereses dominantes sin necesidad ya (o
con una necesidad menor) de policías y paramilitares sanguinarios,
etnocidios, operaciones de “limpieza” social, terror local organizado,
motosierras descuartizadoras,...
7) En Colombia contacté con muy diversos sectores de la resistencia
anticapitalista; accedí a un cierto conocimiento de las cristalizaciones
organizativas del número “dos” del conflicto colombiano (las organizaciones
populares, el movimiento social). Venía de Venezuela, donde se estaba
implementando una “Revolución sin revolucionarios”; y me encontré,
sobre todo en Bogotá, ante el caso contrario: inflación de revolucionarios y
ausencia de la Revolución en el horizonte.
“Revolucionarios sin Revolución”: hombres y mujeres que convocaba
el Movimiento contra la Brutalidad Policial, lucha que halla en Yuri
Neira un referente moral de primer orden, querido amigo que despliega sin
desmayo la bandera de su hijo, niño libertario asesinado, a fin de cuentas,
por la organización estatal; asociación y simpatizantes de Hijos e Hijas
de Víctimas de la Violencia de Estado; colectivos anarquistas de la
ciudad, como la Cruz Negra y el Centro de la Cultura Libertaria;
jóvenes que trabajaban privilegiadamente en el ámbito de la
contra-información y la comunicación alternativa, enfrentados cada día a la
“capacidad de mentira” de las instituciones, como los hacedores de SomosSudacas,
Prensa Rural y El Salmón; colectivos como la Red Revuelta, con su
dinámica de labor crítica y creativa diversificada, organizados en la
prevalencia de lo horizontal y lo anti-jerárquico; experiencias de activismo
social y recreación político-ideológica en barrios populares, como la
desplegada por la asociación “La Cometa”; asociaciones campesinas
como la muy perseverante “ACVC”; colectivos de apoyo a los presos;
entidades de asesoramiento y defensa jurídica de los trabajadores rurales
como “Coospal”; grupos ecologistas, feministas, de liberación animal,
estudiantiles; bandas de música políticamente comprometidas, tal Aquí y
ahora, etc., etc., etc.
“Revolucionarios sin Revolución” también los presos de las FARC y
del ELN que conocí en la cárcel de La Picota, y con quienes me fundí en un
emocionado abrazo. Y mis entrañables amigos de la Universidad del Tolima,
profesores y estudiantes, muchos de ellos amenazados de muerte por la
jauría paramilitar de las Águilas Negras. “Revolucionarios sin
Revolución”, asimismo, miles y miles, cientos de miles, de personas que
niegan cada día, al nivel de su conciencia y de su práctica cotidiana, el
estado de las cosas impuesto hoy en Colombia por una élite desalmada y sus
socios capitalistas internacionales.
En definitiva, un número “dos” denso, complejo, heterogéneo, acaso
demasiado parcializado y escasamente interrelacionado. Un número “dos” que
mantiene con el “tres”, no podía ser de otra forma, relaciones más o menos
fluidas, según los casos, de “simpatía que discrepa”, de “respeto
divergente”, de “reconvención amistosa”.
8) En este contexto, no es tan fácil detestar a muerte a quienes
toman las armas hartos de ver cómo las armas eran tomadas contra sus
hermanos y seres queridos, contra los pobres y los desposeídos, contra la
verdad y casi contra lo poco de humano que queda hoy en el hombre. No es tan
fácil detestar a muerte a quienes tomaron las armas hartos de ver
cómo las armas eran tomadas por los representantes en Colombia de los
intereses del capital multinacional, particularmente norteamericano (y
usadas contra cualquiera que obstruyera sus proyectos); hartos de ver cómo
se armaban hasta los dientes, e incluso hasta el fondo del alma, los
sicarios, paramilitares, pistoleros y “autodefensas” de empresarios, de
terratenientes y de narcotraficantes rapaces, empeñados todos ellos en
mantener unos niveles de explotación laboral y discriminación social a todas
luces insostenibles, disparatados.
9) Estoy de acuerdo con Zuleta cuando sugiere la “necedad” de una
oligarquía colombiana que exprime despiadadamente, podría decirse que
“irracionalmente”, a sus trabajadores y que se desentiende de las
condiciones de vida de la inmensa mayoría de sus compatriotas, confiando
meramente en el poder de aterrorizar que le garantizan la fuerza
pública y las guardias blancas privadas.
Pero no me seduce la idea de luchar por un orden en que esa misma
oligarquía, dejando atrás su necedad, despidiéndose de sus sicarios,
licenciando a las guardias blancas, siga viviendo a expensas de unos
trabajadores por fin “dignificados”, “contemplados”, “atendidos” al modo
civilizado occidental –hablando en términos biopolíticos, y recurriendo
a una metáfora “médica” muy del gusto de Foucault, podríamos decir
“sujetos diligentemente tratados”.
10) Para los “revolucionarios sin revolución” de Colombia la
Guerrilla no es “Satán”. Tampoco lo es para los campesinos conscientes, para
los obreros reivindicativos, para los estudiantes inquietos, para muchos
intelectuales, para los analistas extranjeros que no participamos de la
eucaristía demo-liberal,... No constituyendo su expresión,
reconociéndola sustancialmente desligada de las aspiraciones populares,
sabiéndola autónoma en su desenvolvimiento, independiente en
sus metas, prácticamente soberana en sus decisiones, padeciendo a
menudo las consecuencias de su terco subsistir, anhelando en muchos casos un
horizonte verdaderamente des-armado, todos estos hombres y mujeres son
conscientes de que la Guerrilla representa de algún modo, en su aislamiento
solipsista y en su orgullosa autodeterminación, la ambigüedad y el peligro
del número “tres”, una fuerza que ya no está con ellos pero
tampoco contra ellos. Es el número tres del conflicto socio-político
colombiano: nada menos.
La inteligencia y la sensibilidad impiden odiar sin más al número tres.
Cabe temerlo, de muchos modos. Yo lo respeto.
Abomino sobre todo de una Democracia futurible que se presumirá sin
“tres”, sin “dos” y sin “uno”; una Democracia que ya hoy nos
sueña a todos igualados en el “cero” de los ciudadanos, el “cero”
terrible de los sujetos de Derecho.
Mejor “tres” que “cero”. Antes un “guerrillero” que un “ciudadano”.