n nuestra región, y quizá en todo el mundo,
las ciudades ya no se visitan. Ilustremos este drama con el caso de Jalisco,
México. Al pasear por sus principales poblaciones se observan miríadas de
centros comerciales, la presencia de todo tipo de transnacionales,
restaurantes de alta cocina, tiendas colmadas de anuncios, avenidas
iluminadas, señalizadas y limpias. Caminar por el centro de Guadalajara,
Tlaquepaque o Puerto Vallarta, por decir algunas, es una experiencia
confortable, atractiva y algo artificial.Hoy en día hacer atractivos los
espacios turísticos es disneyficarlos. Mediante este proceso se genera una
sensación de seguridad a costa de un excesivo control y la concomitante
vigilancia de las gentes y sus conductas. Cámaras de seguridad, sistemas de
alarma y las fuerzas policiales privadas y públicas se encargan de que el
turista no sea molestado con realidades negativas como la pobreza y la
mendicidad, el deterioro ambiental, la soledad, los problemas familiares o
laborales... Lo feo del mundo no tiene cabida en el abigarrado ambiente de
los aparadores. Junto a los dispositivos materiales que resguardan estas
cápsulas de confort, operan poderosos mecanismos simbólicos de exclusión y
marginación.
Los cuatro ejes que definen la disneyficación son: la tematización, el
merchandising, el trabajo que controla las emociones y el consumo
indiscriminado. En las ciudades turísticas de Jalisco se observan con
facilidad estos cuatro procesos en acción. La tematización no necesita mucha
explicación; seguramente desde que escuchamos la palabra Guadalajara nos
viene a la mente un universo semántico compuesto por charros y mariachis,
tequila y dulces típicos, sombreros, botas, en fin, el western mexicano en
ciudad moderna. No es de extrañar entonces que productos y servicios se
valgan de estos símbolos vaciándolos cada vez más de su significado. Lo
siguiente es el desarrollo de la mercadería que cosifica estas imágenes y
ensalza la importancia de llevárselas a casa (esto favorece que los viajes
hoy en día se consideren incompletos si de ellos no se trajo un objeto ni se
capturó una imagen que demuestre que se estuvo ahí).
Por otra parte, trabajar en estos centros mágicos exige no sólo un
uniforme limpio en una jornada de muchas horas, sino también una sonrisa
para cada cliente. Un trabajador es comparsa; cada mañana el mariachi se
disfraza de mariachi. Y la mejor forma de volverlos cómplices de estos
santuarios del consumo es complementar o incluso basar todo su salario en
las propinas que entonces se deberán ganar con el sudor de su frente y el
control de sus emociones.
Todo esto para que aparezca y permanezca el consumo indiscriminado: en un
restaurante se compran recuerdos, en las tiendas de souvenirs se
contratan visitas guiadas, y mientras dura el recorrido se compran
alimentos. Cada momento del viaje se vuelve una oportunidad de comprar un
producto o servicio porque el turista fue transformado en consumidor. El
placer de viajar ya no es suficiente, se apuntala en otro placer más
instantáneo, el del consumo.
Con esto, la ciudad que visita el turista moderno no es la auténtica si
no una versión sanitizada, Macdonalizada por cuanto predecible, controlada y
edulcorada. La diversidad cede su lugar a la eficiencia y la cultura local
es resemantizada orientada hacia una cultura global. Por esta causa las
ciudades cada vez se parecen más entre sí. Tal y como en los parques
temáticos de Disney Inc., los enclaves turísticos postmodernos, y en general
los espacios de consumo, seducen con una ilusoria oferta de infinitud y
diversión. Su equilibrio entre aparente novedad y familiaridad genera una
apariencia de sorpresa y aventura, una vivencia de “riesgo sin riesgos”.
De acuerdo con Freud, la cultura provoca malestar al tiempo que permite
el acceso a las drogas necesarias para escapar de él. El consumo es la droga
moderna. Para no perdernos en los paraísos de la evasión, en “el pan y
circo” aggiornado (Zaida Muxí)(*), hace falta, entre otras cosas,
recuperar el gusto por la autenticidad. Las calles tienen más vida de la que
nos han dejado ver los empresarios turísticos. Y es que ahora las ciudades
no se visitan ni se conocen, se consumen.
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(*)Zaida Muxí es arquitecta argentina. Es autora del libro:
Arquitectura de la ciudad global.