¿Por qué la América triétnica padece de lo que Cuba ya no padece, aquel no
saber adónde ir, aquel no saber por dónde seguir? ¿Qué les impide a sus
dirigencias verse tal como son? ¿El alivio del sufrimiento en materia de salud,
alimentación, educación, vivienda, vestido conlleva el imperativo de hacer una
revolución?
Maquilladas con fórmulas políticas de importación, las dirigencias políticas
de América Latina persisten en imaginar cómo debería ser la “democracia
moderna”, cuento chino de quienes por haber negociado el sentir de las cosas, se
sienten facultados para explicar cualquier cosa.
La alienación salta a la vista. En la mayoría de nuestros países, la
“democracia moderna” engendró auténticos mamarrachos políticos que han
mercantilizado el pensamiento liberal y clericalizado el pensamiento
conservador, haciendo de la igualdad mito y de la solidaridad filantropía.
Ejemplo antes que “modelo”, la experiencia cubana indica que hacer la
revolución es difícil, pero factible. Acontecimiento caótico en sus inicios,
resulta curioso que la revolución sea el hecho conservador por excelencia.
Caótico porque al empezar sus efectos se disparan en múltiples direcciones.
Conservador porque sus ideales buscan, justamente, preservar los valores que
consagró la “Gran Revolución”: libertad, igualdad, fraternidad.
En América Latina abundan personajes que, amurallados en su patético
“cosmopolitismo”, hacen gala de conocer la historia, la filosofía, las artes,
las lenguas y la cultura europea, lo que no está mal, pero ignoran qué pasó en
América entre 1492 y 1810. De Roma y Santo Tomás, saben todo. Pero de cómo se
formó el Tahuantinsuyu, o de cómo Haití contribuyó a la independencia de Estados
Unidos, nada.
A pesar de ello, también son legión los hombres y mujeres que levantan
polvareda. Luchas de las que brotan, precisamente, pensamientos como el de Fidel
Castro, quien siendo apenas un adolescente levantó la espada que Simón Bolívar
dejó en San Pedro Alejandrino (1830), José Artigas en Ibiray (1850), José Martí
en Dos Ríos (1895) y Augusto César Sandino en Managua (1934).
La revolución cubana bien pudo seguir por el camino del nacionalismo
revolucionario de México (1910) y Bolivia (1952), el liberalismo aguado de Costa
Rica (1948) o adoptar el sistema partidocrático de Chile y Uruguay. De hecho,
tales corrientes participaron en la lucha revolucionaria. Pero todas, menos la
de Fidel, subestimaron el rol del imperialismo yanqui.
Washington nunca entendió que la revolución venía del grito “Viva Cuba
libre”, pegado en el ingenio de La Demajagua en octubre de 1868. Luego, la
“independencia” se firmó en ausencia de quienes habían peleado por ella: los
cubanos.
Hambre y miseria no garantizan el éxito de una revolución. Cuanto mucho,
tales flagelos causan revueltas, golpes de mano, conspiraciones,
ingobernabilidad, efímeras tomas del poder. Por esto, la revolución cubana se
volcó a los más necesitados. Y quienes de ella esperaban un capítulo más de sus
mezquinos tejes y manejes, poco tardaron en desencantarse.
La revolución formó a dirigentes capaces de organizar y orientar. Y, por
sobre todo, de velar para que la sangre derramada no fuese negociada por un
plato de lentejas. Pues aquí es cuando los caminos se pierden, las dirigencias
vacilan y todo se confunde en las brumas del oportunismo y la traición.
Muchos de los dirigentes cubanos que en el combate fundacional habían sido
buenos, acabaron al servicio de lo peor. Y otros, sin ser de los mejores, se
crecieron con humilde tenacidad en las increíbles adversidades cotidianas de la
revolución.
Con ligereza, se dice que Cuba sobrevivió gracias a la ayuda soviética. Bien.
¿Y qué la sostuvo después? O bien: ¿adónde fueron a parar los miles de millones
de dólares que Washington canalizó hacia más de 300 gobiernos constitucionales,
o dictatoriales de América Latina, desde el triunfo de la revolución cubana?
Que en Cuba no hay “libertad”. ¿La “libertad” para que los seres humanos sean
deliberadamente destruidos por las políticas que privatizan la riqueza y
socializan la pobreza? Que Cuba está dominada por una “nomenklatura” de
privilegiados. ¿Y cómo llamar a quienes saquean estados y países enteros al
amparo de “la ley” y el “Estado de derecho”?
Que más de un millón de cubanos han abandonado el país, y muchos perdieron la
vida en el mar. ¿Y cuántos mueren a diario cruzando el río Bravo o el
Mediterráneo sin que la noticia conmueva? Que Fidel se mantiene por la
“obcecación” de Washington en combatirlo. ¿Y entonces por qué nunca pudo
derrocarlo?
Los unos abandonan la lucha por el socialismo, y los otros huyen del
capitalismo que empuja a la lucha de todos contra todos. Por esto, el socialismo
cubano fue entendido como opción de conciencia y solidaridad. ¿Existe la
“tercera vía”? Sí, existe: el escepticismo socarrón y el oportunismo
individualista de los cansados, son la “tercera vía”.
Hablar de Fidel Castro resulta difícil, pues fácil es imaginarlo como un
superdotado por la naturaleza. Pero entonces la revolución habría sido obra y
milagro de un ser extraterrestre.
No es verdad. Sin la voluntad política del pueblo cubano, dispuesto a
defender lo suyo, ningún “superhombre” hubiese podido llevar a buen puerto los
desafíos de una conducción que, desde el vamos, tenía las de perder. Porque de
no haber cumplido con la palabra empeñada, el temple rebelde de los cubanos hace
rato que hubiese acabado con Fidel.
Martí dijo: “Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al
conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías (...) Los políticos
nacionales han de remplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras
repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.
Fidel dijo: “el socialismo ha sido el auténtico héroe del pueblo cubano”. Y
su dilatada presencia en el poder le fue impuesta por las exigencias de conducir
a un pueblo que hoy es ejemplo y dignidad frente a la agresividad del imperio
más colosal de todos los tiempos.
Nuestra civilización desciende de Pericles, quien vivió en el siglo V antes
de nuestra era (495-429). A los 34 años, Pericles se erigió en jefe del partido
democrático. Relegido como estratega una y otra vez, agrupó a su alrededor a un
equipo de pensadores y artistas que le valieron pasar a la historia como “el
siglo de Pericles”.
En 200 años de vida política independiente, América Latina ha padecido cerca
de mil 100 gobiernos que sólo han acarreado fracaso, lamento y frustración.
Cuarenta millones de indígenas encabezan la tabla de padecimientos. De ahí que
el día en que seamos ciudadanos de una patria común, el siglo XX latinoamericano
será recordado como “el siglo de Fidel”.
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(Tricontinental
número 158, La Habana, Cuba, 2004, versión resumida y corregida).