No hay película de petróleo que no trate sobre la ambición.
Se busca petróleo para ser poderoso, para tener algo que los demás no tienen. Se
busca petróleo como se busca oro. Y, en ciertos casos, como se busca agua. O se
busca agua como se busca petróleo. Imaginen encontrar una fuente de agua en un
desierto: se harían millonarios. Pero el petróleo tiene (por ahora) más poder
simbólico como ese elemento que, si damos con él, cambia nuestra vida. Se busca
con esas máquinas como bichos gigantes, que funcionan todo el tiempo, hasta de
noche. El ruido no cesa. A veces hace calor y el protagonista sale en la noche a
mirar esas torres de madera que ha erguido y las mira y espera y se seca el
sudor, que es, también, por la impaciencia. ¿Habrá cavado en el lugar preciso?
No hay petróleo en todos lados. Es una ruleta. Es un presentimiento. Es una
información vaga. Nunca se sabe. Hay que esperar. Y, en las películas al menos,
siempre llega el día del gran acontecimiento. Voy a decir por qué. Porque las
películas de petróleo podrán tener muchas o pocas diferencias entre ellas, pero
todas tienen una escena que es la marca de fábrica. Y es el chorro que brota de
la tierra como si buscara el cielo y el protagonista que, entre risas, gritos y
carcajadas, se deja bañar por el oro negro, y queda, él, teñido por el color de
la riqueza, de la bienaventuranza, de la prosperidad que vendrá. Es el momento
en que una vida cambia para siempre. Porque los héroes que buscan petróleo en
las películas no son magnates. Los magnates están en sus escritorios y, para
ellos, un pozo más o un pozo menos será un avance o un leve retroceso en la
Bolsa. Pero para el pobre tipo, para el valiente héroe individual que pone el
cuerpo, que taladra junto al taladro, que acompaña cada perforación con la
fuerza de su espíritu, cuando estalla el manantial incontenible del bien llamado
oro negro, es su vida la que estalla, la que sube, la que, según se dice, se va
para arriba. Ya no será el mismo. El petróleo es tan poderoso que puede ir más
lejos que el amor. En el notable film de Douglas Sirk, Palabras al viento (Written
on the Wind, 1956), en medio de un estilo embriagadoramente kitsch, al final de
todas las abundantes peripecias, la ninfómana Dorothy Malone, que se ganó un
merecido Oscar por este papel, se queda sola en su amplio escritorio, en tanto
Rock Hudson y Lauren Bacall parten a vivir su amor; pero esa soledad no es tal,
pues Dorothy acaricia entre sus manos un símbolo fálico que anheló más que
cualquier otro falo con el que se haya relacionado en el film: una torre de
petróleo. Ahí, ahora, está su vida. Se acabó la ninfómana, el petróleo ha
colmado su sed.
Se trata de arrancarle a la tierra sus misterios. Se trata, también, de
extraerle aquello que venga a saciar una rareza. Esta categoría sartreana
explica el mundo de hoy y el del capitalismo en general. El valor es generado
por la rareza. Por la escasez. Vale lo que no hay. Vale lo que escasea. Lo que
no hay en medida suficiente. Si eso lo tiene la tierra, ahí hay que buscarlo.
Con el agua pasa lo mismo que con el petróleo, de aquí que muchos auguren
tiempos difíciles para América latina, para nuestro país, por la posesión de
agua. Vendrían a buscarla aquí como hoy buscan petróleo en Irak. Hay una
exquisita película de Sam Peckinpah sobre el agua. Se llamó La balada del
desierto (The Ballad of Cable Hogue, 1970). Jason Robards, que estaba vivo, y
Stella Stevens, que era joven y bella, encuentran agua en medio del desierto. El
es un rotoso y ella una prostituta. Ponen un comedero para las diligencias que
pasan por ahí, que están llenas de ricachones acalorados y con hambre. Tanta
agua tienen, que Robards llena un gran tonel y la pone adentro desnuda a Stella.
Juntos cantan “La balada de Cable Hogue”. No sé si recuerdan a Stella Stevens.
Los cinéfilos, sin duda. Era la chica que enamoraba a Jerry Lewis en El Profesor
Chiflado. Después hizo muchas, de distinta suerte. En una se pasaba buena parte
de la película en la cama con Jim Brown, y el contraste de su cuerpo blanquísimo
con el de Brown era bastante volcánico. Estuvo en La aventura del Poseidón,
donde la hacían subir siempre una que otra escalera y le ponían la cámara
debajo. Y en Cleopatra Jones y el Casino de Oro, haciendo de villana, sexy como
siempre, más veterana, pero exhibiendo sus encantos generosamente porque la
película era una basurita soft porno. Atractiva, sensual, inteligente actriz,
terminó dirigiendo uno que otro film. Ahora debe estar muy madura. Si piensan
que Kim Novak (¡Kim Novak, la mina de Vértigo!) cumplió setenta y cinco años,
piensen que Stella debe andar por los setenta. Hablando de Vértigo: peor está
James Stewart, porque, caramba, se murió.
Stanley Kramer no podía estar ausente de un tema que suele enfrentar a
poderosos financistas (que tienen, pongamos, 10 mil torres de petróleo) con un
esforzado héroe individual que busca tener la suya. Si ese héroe individual es
una mujer, y si es Faye Dunaway en 1973, ya saben de qué lado nos ponemos todos.
El malvado es Jack Palance, que es una rareza en una película de calidad por
estos tiempos, dado que pasaba de una horrible patraña a otra y casi siempre por
Europa. Daba pena Jack durante estos años. Pero se ve que Kramer se apiadó de él
y le dio nada menos que el villano: el tipo que acosa a Dunaway. Ella es una man-hating,
o sea: una chica a la que los hombres le dan urticaria. No porque sea lesbiana o
algo así –en 1973 no se usaba mucho esto– sino porque es una rebelde y los tipos
siempre la trataron mal. Entre los que peor la tratan está Palance, que
representa a los trusts petroleros. ¿Qué esquema tenemos? Trusts petroleros
versus chica solitaria, rebelde, que odia a los tipos (por el poder que
representan) y que no les quiere vender su petróleo aunque vengan con dólares
desbordantes. Pero ella tiene de su lado a George C. Scott, que es un tipo
divertido pero sólido para respaldar a la chica. Scott todavía conseguía buenos
papeles pese a haber rechazado el Oscar por Patton en 1970, un error que se
mandó porque después le dieron películas con delfines o papeles no protagónicos
o producciones menores. No eras Marlon Brando, Scott. A joderse, m’hijo. La
soberbia es algo que exige un sutil equilibrio con el poder para ejercerla. La
película se llama Oklahoma Crude, es de 1973 y hasta les puedo decir que se
estrenó en el Gran Rex, lo que no recuerdo es su título en castellano, pero vale
la pena, lo juro.
Y el desborde, no del chorro negro que busca las alturas sino del
temperamento, de la pasión, de la sobreactuación genial (es muy difícil
sobreactuar y ser genial, tal vez ella, a quien ya mencionaremos, fue de las que
llegó a lo sublime haciéndolo), vienen con Barbara Stanwyck en Viento salvaje (Blowing
Wind, 1953, Hugo Fregonese). La cosa es así: Barbara es una mina que se sale de
sí misma, que anda por el mundo en el modo del exceso. Está casada con un actor,
afortunadamente, sobrio, casi británico: ¡la bestia de Anthony Quinn! Imaginen
lo que son las peleas de ese matrimonio. Quinn es un magnate del petróleo. El
petróleo sale todo el tiempo. Y hace calor. Porque el calor viene en el viento.
Y aparece Gary Cooper (un año después de A la hora señalada) y Barbara lo ve y
se trastorna todo. Lo quiere dejar al bruto de Quinn y quedarse con Cooper y con
el petróleo. Pero la cosa no es fácil. Ella se llama “Marina”, o por ahí porque
lo recuerdo por la canción. Ya digo qué canción. Barbara está, decía, muy
acalorada. Por el viento salvaje. Por el perforador petrolífero que nunca cesa.
Por el odio que siente por Quinn. Y por el calor extra que le produce la
presencia de Cooper. En una escena, que es una cumbre del melo, monta a caballo
para desfogarse un poco. Y Fregonese le pone la cámara muy cerquita y ella
galopa como una irredimible piantada y entonces... ¡empieza a cantar Frankie
Laine! Acaso para muchos de ustedes no signifique nada decirles Frankie Laine.
Pero este tipo cantó la balada de A la hora señalada (en el disco, en la peli la
cantó, y mejor, el vaquero Tex Ritter), la de Duelo de titanes y la de El tren
de las 3.10 a Yuma. Era un clásico de la época. Si en una película se largaba a
cantar Frankie Laine, todo se ponía al rojo. Aquí, entonces, la tenemos a la
Stanwyck que cabalga como poseída, que le pega latigazos feroces a su caballo,
que pone su mejor cara de “no doy más, estoy que estallo, todo esto es
demasiado”, y Frankie Laine empieza a cantar “Marina, no”. O sea, no lo hagas. O
detente. Algo por el estilo. Todo es muy complicado. Pero resulta claro que el
oro negro despierta las peores pasiones de los hombres. Y si el ambiente es
caluroso, y si todo el tiempo uno escucha ese tum tum tum de la perforadora, y
el viento es salvaje, y se lleva mal con su pareja y, si sos una mujer, se te
aparece Gary Cooper, es hora de empezar a preocuparse. Dirigió el argentino Hugo
Fregonese, que se daba el gusto de dirigir a Stanwyck, Cooper y Quinn cuando no
habían iniciado sus decadencias, cuando estaban todavía bien alto.
Bueno, otra vez lo mismo: escribí un montón, y no sólo no llegué a la
película de Day-Lewis sino que ni siquiera hablé de Gigante. Pero, de Gigante
hay que hablar. Fue la última película de James Dean. Es formidable el choque
entre su actuación según el “método”, según los lineamientos del maestro Lee
Strasberg, pero llevados al paroxismo, y los otros actores que se conducen como
seres normales. Dean no parece normal. Viene de otro mundo. Su arte de la
actuación lo aísla en medio de actores que, según los medios tradicionales, han
hecho buenos trabajos. Porque Gigante es, entre otras cosas, la mejor actuación
de Rock Hudson y acaso la primera vez que la Taylor demuestra que puede actuar.
Pero es tan original lo que hace Dean que uno vive esperando que aparezca. Se
mató antes de que el film terminara. Hizo sólo tres películas. Aquí, con la
dirección poderosa de George Stevens, alcanza la cumbre, o la alcanza tanto como
en sus otras dos películas. Dean, en Gigante, no es un rebelde sino un villano.
Todo villano es un rebelde, admitiría esto. Pero su Jett Rink es un tipo
bastante malvado. ¿Cómo funciona aquí el petróleo? Bick Benedict (Rock Hudson)
es un texano multimillonario, tiene muchos pozos y tiene a Elizabeth Taylor.
Jett Rink (Dean) no tiene nada. Sólo tiene un gran metejón con la Taylor. ¿Qué
necesita para igualar a Hudson y disputarle de igual a igual su mujer? Necesita
ser rico como él. Necesita, como él, tener petróleo. El petróleo, aquí, sirve
para conquistar a una mujer que uno, si no ama, al menos la desea
desaforadamente, hasta la infamia. Jett Rink empieza a cavar. ¿Saldrá el oro
negro, brotará de la tierra? Sí. Y James Dean se manda la gran escena en que se
empapa en petróleo y ríe y se vuelve loco y hasta parece que se lo bebiera, que
se embriagara con el líquido del poder. Así, tal como está, sucio, empetrolado,
va hasta el ranch de los Benedict y les da la noticia y la mira con más ganas
que nunca a Liz porque sabe que ahora, ahora que es millonario, ahora que tiene
petróleo, está más cerca que nunca de su cama. Gran film de George Stevens,
basado en una novelista exitosa de esos años, Edna Ferber, y con una escena
final, o casi final, que ocurre en un lugar de comidas, al borde del camino,
donde Hudson y los suyos se detienen a comer algo. El dueño es un texano
perfecto: racista, violento, mide como dos metros y tiene puños como herraduras.
Echa del lugar a una pareja de viejitos mexicanos. (Qué actual esto, ¿no?
¿Habrían saltado algún muro indebido los viejitos?) Hudson los defiende. Y
pelean. Hudson, aquí, está engordado y tiene un físico impresionante. Como
impresionante es la pelea. El texano le gana a Hudson. No es lo que esperaban,
eh. Le da una piña definitiva y lo hace caer sobre mesas y sillas, derrotado.
Pero a Liz Taylor le emociona el coraje de su marido. Que se haya jugado por
esos dos viejitos indefensos contra esta bestia texana. Peleaste muy bien, le
dice. Se van. Lástima la mala suerte y la mala muerte de Rock Hudson. Porque,
aquí, en Gigante, después de Dean, la memorable actuación es la suya.
Se han escrito y se escribirán tantas cosas sobre Petróleo sangriento que
podría sentirme liberado de hacerlo. Hasta que tengamos una visión equilibrada
de la cosa pasará mucho tiempo. La esperan los Oscar. Todos dicen que Day-Lewis
está “sorprendente” y, en rigor, lo está, sorprende otra vez su capacidad para
la machietta, arte en el que ya nos había deslumbrado en ese abominable film de
Scorsese sobre las pandillas de New York. Se ve que el tipo es malo y su hijo
pareciera haberle salido recto, porque no se lo ve aprobar las canalladas
paternas. Day-Lewis es el persistente tycoon que busca comprarse todo porque
sabe que tierra que compra, tierra en la que encuentra petróleo. Y así va
trepando en una escalera hacia el poder que no habrá de tener límites. El film
se va a ver mucho porque es totalmente oportunista. Si bien se basa en una
novela de Upton Sinclair que ascendía hasta las 600 páginas, y es de 1927, su
objetivo es hoy, es la tragedia que hoy simboliza el petróleo en el mundo.
Porque –y he aquí la explicación de la tragedia– hay dos modos de no encontrar
petróleo. O porque uno cavó en el lugar equivocado, o porque no hay petróleo.
Cave donde uno cave, no hay. Se acabó. El dato que pareciera manejar la gran
potencia mundial que produce el film gira alrededor de la limitada existencia de
ese precioso combustible. Si Estados Unidos tanto lo busca en otros países será
porque lo que la familia Benedict o el mismísimo Jett Rink están en condiciones
de entregarle es patéticamente escaso. De donde caemos de nuevo en el gran tema
sartreano (de la Crítica de la razón dialéctica) de la rareza. El petróleo se ha
vuelto “raro”. Digamos: escaso. Esto aumenta su valor. Y aumenta la centralidad
estratégica de esas naciones que aún lo poseen en cantidad. Jett Rink no tendría
dudas: si no tenemos lo suficiente en casa, traigámoslo de afuera. Así procede
un macho texano. El film con el machiettero Day-Lewis funciona bien porque
muestra la ambición incontenible de esta clase de tipos. Si así fue en los
orígenes, en la hora de la abundancia, ¿qué harán estos personajes cuando la
generosa tierra texana deje de serlo? Lo que están haciendo. Pero algo se ha
complicado. Esta petroguerra ya está durando más que la Segunda Guerra Mundial.
Ignoramos sus costos. Pero petróleo, guerra y torturas ya son sinónimos.
También, para Estados Unidos, petróleo es sinónimo de desprestigio, pues
nunca han sido los norteamericanos menos queridos que ahora. ¿Qué harán para que
petróleo no sea sinónimo de derrota? Entre las muchas cosas que pueden hacer,
hay una que este mundo de hoy presiente cada vez más: que petróleo sea sinónimo
de apocalipsis.
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