En 1991, con el respaldo de esas mismas potencias, se inició la mutilación de
Yugoslavia: tras un sangriento conflicto de tres años, que incluyó “limpiezas
étnicas” y demoledores bombardeos de la Organización del Tratado del Atlántico
Norte (OTAN), surgieron seis micro estados. Se estima que el enfrentamiento dejó
300,000 muertos, dos millones y medio de refugiados y 80,000 mujeres violadas.
“Occidente simplemente se cruzó de brazos”, opinó el semanario Newsweek a
mediados de abril de 1993. Por esas fechas, el novelista británico John Le Carré
dio una conferencia en Nueva York y dijo: “Hace algunos años, cuando un país
lejano era amenazado por el comunismo, corríamos en su ayuda. Hicimos héroes a
títeres dictadores que no nos hubiéramos atrevido a convidar a entrar a nuestro
jardín. Ahora, cuando un país no tan lejano se debate en una guerra civil y una
de sus minorías étnicas es torturada, violada y asesinada ante nuestros ojos,
nuestros políticos nos dicen que no nos volvamos emocionales. ¿Qué es un poco de
limpieza étnica entre viejos enemigos?”.
El último acto de esta tragedia se representó 17 de febrero de este año, con la
independencia adulterada de Kosovo, una ex provincia serbia autónoma con dos
millones de habitantes, la mayoría de origen albanés, que será tutelada por la
Unión Europea (UE). El primer reconocimiento del micro estado fue de Estados
Unidos, al que le siguieron el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia y Turquía,
esa prima poco agraciada que oscila entre la barbarie asiática, el islamismo
retrógrado y el modernismo occidental.
Mariscal Tito, “el dandy rojo”
Muy atrás quedó aquella época –que fue desde el término de la Segunda Guerra
Mundial en 1945 hasta inicios de la década del ‘90– cuando se decía que
Yugoslavia tenía siete fronteras, seis repúblicas, cinco nacionalidades, cuatro
lenguas (serbia, croata, eslovena y macedonia), tres religiones (ortodoxa,
católica e islámica), dos alfabetos (cirílico y latino) y un solo partido: el
comunista.
Las repúblicas unidas eran Serbia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro,
Eslovenia y Macedonia. En este rompecabezas aún existen doce minorías nacionales
–entre las que se encuentran turcos, italianos, eslovacos, dálmatas, rumanos,
albaneses, húngaros, checos y búlgaros– que, sumadas, hoy representan el diez
por ciento de la población de la ex Yugoslavia.
El estratega político que desde 1945 hasta su muerte en 1980 mantuvo esta unidad
sin fisuras se llamaba Josip Broz y pasó a la historia como Mariscal Tito.
Nacido en 1892, era hijo de un campesino croata y una eslovena, y sólo asistió a
la escuela primaria. Fue monaguillo, aprendiz de herrero y cerrajero, obrero en
la fábrica de automóviles Benz en Alemania, conductor de pruebas de los coches
Daimler en Austria y suboficial del ejército imperial austro-húngaro en la
Primera Gran Guerra (1914-18).
Prisionero de los rusos, Josip Broz logró fugarse, se unió a los bolcheviques en
1917 y se incorporó al Ejército Rojo. De regreso a su país, organizó el
sindicato metalúrgico, fue encarcelado por “agitador” durante cinco años y
adoptó en la prisión el nombre de Tito. Aunque siempre lo negó, hay quienes
aseguran que entre 1936 y 1938 fue voluntario en el bando republicano durante la
Guerra Civil de España. Y en la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis
invadieron Yugoslavia, organizó la resistencia y fue designado comandante
supremo del Ejército Popular de Liberación.
A pesar de estos recios antecedentes, hablaba siete idiomas casi sin saber leer
ni escribir, tocaba piezas clásicas en el piano (de oído, porque no podía leer
partituras), cocinaba con el refinamiento de un chef francés, practicaba esgrima
y equitación. Conocido como “el dandy rojo”, recibía –y encantaba– a la reina
Isabel del Reino Unido, Josephine Baker, Sofía Loren, Gina Lollobrigida, Marilyn
Monroe, Elizabeth Taylor y Jacqueline Onassis. “Tenía el porte de un noble de
Europa Central, más que el de un comunista balcánico”, escribió el periodista
dálmata Enzo Bettiza.
Pero eso es lo de menos. También creó una diplomacia que admiraban casi todos
los estadistas de la época, impulsó un socialismo autogestionario y “de mercado”
alejado del comunismo soviético y en 1955 fue uno de los fundadores –junto con
el egipcio Gamal Abdel Nasser y el indio Jawaharlal Nehru– del Movimiento de
Países No Alineados.
Un drama shakespereano
Kosovo es la última perla que se desprende del collar. Las nuevas autoridades
del flamante micro estado son el presidente Ibrahim Rugova y el primer ministro
Hashim Thaci. Los dos son ex miembros de la organización terrorista Ejército de
Liberación de Kosovo (ELK) vinculados a la red terrorista Al Qaeda y al Grupo
Drenica, una mafia dedicada al tráfico de armas, drogas, prostitutas y
automóviles robados.
Este detalle parece no tener importancia para la Unión Europea que, en el
esquema de “independencia tutelada”, enviará 2.000 policías, administradores
civiles, juristas, guardias fronterizos y agentes de aduana, a un costo de 205
millones de euros para los próximos 18 meses.
El holandés Pieter Feith será el asesor político de las autoridades kosovares.
La nueva Constitución le permitirá al representante de la UE tener más poderes
que el primer ministro y el Parlamento. La OTAN se encargará de mantener la paz
con 17.000 soldados desplegados en la ex provincia.
“El micro estado de Kosovo respira imperceptiblemente en la incubadora”, escribe
Valentín Puig, columnista del diario español ABC. “La ingeniería ginecológica ha
dado a luz a una criatura que nace de la secesión y para el disenso
internacional, una criatura cuya gestación ha salido carísima, un futuro Estado
fallido que va a seguir costando un pico y carecerá de economía propia –con un
50 por ciento de paro– salvo que no sea el narcotráfico y el ajetreo gangsteril
que protagonizan los antiguos criminales de guerra expertos en limpieza étnica”.
En 1977, tres años antes de la muerte del Mariscal Tito, el viceministro de
Información yugoslavo le dijo a un enviado de la revista española Cambio 16:
“Aquí no va a suceder ese drama shakespereano que ha ocurrido en China a la
muerte de Mao”. Ocurrió exactamente lo contrario: cuando los yugoslavos
despertaron del sueño socialista, Estados Unidos, el Reino Unido y Francia
seguían ahí.