Pero, de todos los intentos cínicos por vestir los esfuerzos pro
empresariales por acaparar dinero como “estímulos económicos”, el premio tiene
que ser para Lawrence B. Lindsey, ex asistente en política económica de George
W. Bush y su asesor durante la pasada recesión. El plan de Lindsey es resolver
la crisis, disparada por préstamos mal hechos a través de proveer muchos más
cuestionables créditos. “Una de las cosas más fáciles que se podría hacer es
permitir que los manufactureros y los minoristas” –de modo notable Wal Mart–
“abran sus propias instituciones financieras, mediante las cuales podrían
prestar y pedir prestado dinero”, escribió recientemente en The Wall Street
Journal.
No importa que un número creciente de estadounidenses dejó de pagar sus
tarjetas de crédito, atraca sus cuentas 401k (un tipo de fondo de retiro en
acciones. N de la T) y pierde sus hogares. Si Lindsey se saliera con la suya,
Wal Mart, en vez de perder ventas, podría simplemente prestar dinero para
mantener a los consumidores comprando, transformando, en los hechos, las cadenas
de megatiendas en tiendas de raya, al viejo estilo, a las cuales los
estadunidenses podrían deber sus almas.
Si este tipo de oportunismo en tiempos de crisis suena familiar, es porque lo
es. Durante los pasados cuatro años he estado investigando un área poco
explorada de la historia económica: la manera en que las crisis han pavimentado
el camino para la marcha de la revolución económica de derecha alrededor del
mundo. Una crisis pega, se difunde el pánico, y los ideólogos llenan la brecha
rápidamente reconstruyendo sociedades, acatando los intereses de los grandes
jugadores empresariales. Es una maniobra que yo llamo “el capitalismo de
desastre”.
A veces, los desastres que permitieron esto fueron golpes físicos: guerras,
ataques terroristas, desastres naturales. Más seguido, fueron crisis económicas:
espirales de deuda, hiperinflaciones, choques monetarios y recesiones.
Hace más de una década, el economista Dani Rodrik, entonces en la Universidad
de Columbia, estudió las circunstancias en las cuales los gobiernos adoptaban
políticas de libre comercio. Sus hallazgos fueron impactantes: “Ningún caso
significativo de reforma comercial en un país en desarrollo en los años 80 tuvo
lugar fuera del contexto de una seria crisis económica”. Los años 90 mostraron,
de modo dramático, que tenía razón. En Rusia, el desplome económico puso el
escenario para el remate de las empresas estatales. Luego, la crisis económica
asiática en 1997-1998, abrió los “tigres asiáticos” a una frenética actividad de
apropiarse de las empresas por parte de extranjeros, un proceso que The New
York Times llamó “la mayor venta-por-cierre del mundo”.
Los países desesperados normalmente harán lo que haga falta para conseguir
que los rescaten. Un ambiente de pánico también libera las manos de los
políticos para que puedan rápidamente promover cambios radicales que de otra
manera serían extremadamente impopulares: la privatización de servicios
esenciales, el debilitamiento de las protecciones laborales, los acuerdos de
libre comercio. En una crisis, el proceso democrático y el debate pueden hacerse
a un lado como lujos que no están al alcance del bolsillo.
Las políticas de libre mercado empaquetadas como si fueran curas de
emergencia, ¿de verdad remedian las crisis del momento? Para los ideólogos
involucrados, eso poco ha importado. Lo que importa es que, como una táctica
política, el capitalismo de desastre funciona. El fallecido economista
del libre mercado Milton Friedman, en 1982, en el prefacio a su manifiesto
Capitalism and Freedom (Capitalismo y libertad), fue quien articuló la
estrategia más sucintamente. “Sólo una crisis –de verdad o percibida– produce un
cambio real. Cuando esta crisis ocurre, las acciones que se toman dependen de
las ideas que andan por ahí. Eso, creo, es nuestra principal función:
desarrollar alternativas a políticas existentes, mantenerlas vivas y a la mano
hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”.
Una década más tarde, John Williamson, consejero clave del Fondo Monetario
Internacional y del Banco Mundial (mejor conocido por acuñar la frase “el
consenso de Washington”), fue más allá. Le preguntó a una conferencia llena de
encargados de políticas públicas de alto nivel “si podría ser concebible que
tuviera sentido pensar en deliberadamente provocar una crisis para quitar del
camino de la reforma el atasco político”.
Una y otra vez, la administración del presidente George W. Bush ha tomado las
crisis como una oportunidad para romper los obstáculos a las piezas más
radicales de su agenda económica. Primero, una recesión puso el pretexto para
hacer un drástico recorte fiscal. Luego, la “guerra contra el terror” abrió la
puerta a una era de privatización de la seguridad interna y militar sin
precedentes. Tras el huracán Katrina, el gobierno proveyó de
condonaciones fiscales, normas laborales reducidas, cerró proyectos de vivienda
pública y ayudó a transformar Nueva Orleáns en un laboratorio para escuelas
charter (escuelas públicas controladas por una junta autónoma). Todo en
nombre de la “reconstrucción” a partir del desastre.
Con este historial, los cabilderos de Washington tenían todo para creer que
el miedo a una recesión provocaría una nueva ronda de regalos para los
empresarios. Sin embargo, parece que el público se vuelve sabio en lo que se
refiere al capitalismo de desastre. Seguro, el paquete de 150 mil
millones de dólares es poco más que un disfrazado recorte fiscal, incluyendo un
nuevo lote de “incentivos” para los negocios. Pero los demócratas vetaron el más
ambicioso intento republicano de apalancar la crisis a través de establecer los
recortes fiscales de Bush e ir tras la seguridad social. Por ahora, parece que
una crisis creada por un tenaz rechazo a regular los mercados no será “resuelta”
a través de darle a Wall Street más dinero de los contribuyentes con el cual
apostar.
Sin embargo, si bien los demócratas en la Cámara logran (apenas) mantenerse
firmes, al parecer renunciaron a extender los beneficios para el desempleo e
incrementar la asistencia alimentaria y el Medicaid (programa de salud para
individuos y familias con bajos ingresos, financiado por los gobiernos federal y
estatales, N de la T), como parte del paquete de estímulo. Más importante aún,
fracasan rotundamente en usar la crisis para proponer una agenda alternativa,
una que contenga soluciones reales a un status quo marcado por crisis
periódicas, ya sea ambientales, sociales o económicas.
El problema no es que falten las ideas “vivas y a la mano”, por tomar
prestada la frase de Friedman. Hay bastantes por ahí, desde el seguro de salud
universal a legislar un salario digno. Cientos de miles de empleos de “cuello
verde” (se refiere a empleos relacionados con la sustentabilidad ambiental, N de
la T) pueden ser creados a través de reconstruir la debilitada infraestructura
pública, de modo que incluya más transporte público y energías renovables.
¿Necesitan fondos para comenzar? Cierren el vacío fiscal para los fondos de
riesgo e impongan el impuesto Tobin, propuesto desde hace mucho tiempo para las
transacciones monetarias. ¿El extra? Un mercado menos volátil y menos propenso a
las crisis.
La manera en que elegimos responder a las crisis siempre tiene una gran carga
política, una lección que parece que los progresistas han olvidado. Hay una
ironía histórica: las crisis han abierto la puerta a algunas de las mayores
políticas progresistas. Destaca un caso: tras la dramática falla del mercado, en
el crack de 1929, la izquierda estaba lista, con ideas: pleno empleo,
enormes obras públicas, campañas sindicales masivas. El sistema de seguridad
social que Moody’s está tan entusiasmado por quitar fue una respuesta directa a
la Gran Depresión.
Toda crisis es una oportunidad, alguien la explotará. La pregunta que
enfrentamos es ésta: la actual turbulencia, ¿se volverá un pretexto para
transferir aún más riqueza pública a manos privadas, para acabar con los últimos
vestigios del Estado de bienestar social, todo en nombre del crecimiento
económico? ¿O este último fracaso de los mercados sin restricción será el
catalizador que se necesita para revivir un espíritu de interés público, para
tomar en serio las apremiantes crisis de nuestros tiempos, desde la abismal
desigualdad al calentamiento global a una fracasada infraestructura?
Los capitalistas del desastre han llevado las riendas durante tres décadas.
El tiempo ha llegado, una vez más, para el populismo del desastre.