Hasta militares estadounidenses de alta graduación conceden ya desde hace
tiempo que las tropas coaligadas en los dos escenarios principales de la guerra
mundial contra el terror –Irak y Afganistán— son un desastre. Han derrocado por
la fuerza a dos regímenes, cargando así con una guerra cuyo fin no es
previsible. Económicamente, esas guerras son una catástrofe todavía mayor. No se
pueden ganar, y desde hace ya mucho, no son costeables, ni siquiera para un país
como EEUU.
Por Michael R. Krätke (*)
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Sin Permiso
Hace 5 años se le dijo a la opinión pública norteamericana que la guerra de Irak
costaría a lo sumo 200 mil millones de dólares; en el peor de los casos, 270 mil
millones. Los gastos armamentísticos del Pentágono montaban entonces 350 mil
millones de dólares. El duelo armado se vendió como una guerra barata que sólo
podría reportar beneficios a EEUU y al mundo todo: más seguridad y un precio más
bajo del crudo.
Lawrence Lindsay, el asesor económico de la Casa Blanca que se había atrevido a
hablar de 200 mil millones de dólares, fue despedido. El gobierno Bush había
sostenido antes que toda la empresa costaría a lo sumo entre 50 y 60 mil
millones de dólares. Una insolente mentira, destinada a tranquilizar a la
opinión pública norteamericana ante los planeados –y poco después ejecutados—
recortes fiscales para los propietarios de capital y patrimonio.
Algunos economistas, como William Nordhaus de la Universidad de Yale, llegaron a
estimaciones modestas que multiplicaban por más de cinco el monto anunciado por
el gobierno: 1,9 billones de dólares.
Es fácil explicar la diferencia: todos los costes posteriores a la guerra habían
sido simplemente omitidos por el gobierno. Así, los costos de reparación de los
daños bélicos, que en Irak, conforme a cálculos conservadores, podían elevarse a
varios centenares de miles de millones de dólares. Así, también, los costos de
asistencia a las víctimas de la guerra, que en Irak multiplican por mucho los
costos que ya representa esa partida en EEUU. Así, también, los costos en deuda
pública, que la sola política fiscal de George W. Bush tenía ya que hacer
crecer.
Joseph Stiglitz, quien se hizo célebre como crítico de la política devastadora
del Banco Mundial, se ha tomado la molestia, junto con la exconsejera del
gobierno Clinton Linda Bilmes, de calcular exactamente lo que ha costado hasta
ahora la guerra de Irak. Les llamó ya la atención en 2005 la incongruencia de
los datos oficiales de la Oficina Presupuestaria del Congreso: de acuerdo con
esos datos, los costes de la guerra de Irak habrían sido hasta entonces de sólo
500 mil millones de dólares: diez veces el desembolso bélico originariamente
anunciado, pero, aun así, una cifra manifiestamente baja. Empezaron, pues, a
investigar la cosa con mayor precisión, y ofrecieron en enero de 2006 sus
resultados provisionales: con una estimación conscientemente conservadora, los
costos de la guerra, en su opinión, tenían que estar entre el billón y los dos
billones de dólares.
Reacción oficial del gobierno Bush: cuando entramos en guerra, no nos sometemos
a los dictados de la contabilidad. Se reprochó a Stiglitz y a otros
"derrotistas" el pasar simplemente por alto el bien que la guerra representaba
para Irak y para el resto del mundo.
Stiglitz y Bilmes entraron entonces en detalles, a fin de refutar las maniobras
falsarias del gobierno. La guerra se había financiado hasta aquel momento merced
a 25 leyes de emergencia, es decir, con leyes presupuestarias extraordinarias.
Además, el Pentágono se había guardado de calcular el conjunto de los costos
bélicos efectivos.
Tras meses de investigaciones, Stiglitz y Bilmes han publicado ahora sus
circunstanciados descubrimientos. El resultado es sobrecogedor: la guerra de
Bush en Irak le costado, sólo a EEUU, 3 billones de dólares. En esa suma
confluyen los gastos bélicos directos, en la medida en que se reflejan en el
presupuesto de EEUU. A eso hay que añadir los costos propiamente económicos, no
consignados presupuestariamente: Stiglitz y Bilmes cifran los efectos
macroeconómicos y económico-planetarios de la guerra en al menos otros 3
billones de dólares. Sólo los costos directos de la guerra de Bush rebasan ya
los de las guerras de Vietnam y Corea sumados. El monto total conservadoramente
estimado de estos 6 billones de dólares equivale aproximadamente al valor de
todas las reservas de oro y divisas del mundo. Cada mes, los EEUU tienen que
desembolsar más de 16 mil millones de dólares, en costes corrientes, para las
guerras de Irak y Afganistán, adicionalmente a los 439 mil millones de dólares
del presupuesto de defensa.
Es llamativo todo lo que el Pentágono y los asesores económicos del gobierno de
Bush pasan por alto en materia de costes: por ejemplo, el coste de los soldados
caídos y de sus familiares y allegados. O el dispendio originado por los
numerosos heridos o los gravemente mutilados, a quienes unas técnicas médicas
avanzadas han conseguido salvar la vida, al precio de tener que seguir viviendo
como jóvenes tullidos. Por no hablar de las víctimas iraquíes de la guerra, que
según estimaciones de organizaciones no gubernamentales ascienden al millón de
personas. Tampoco aparecen en los cómputos de Stiglitz y Bilmes.
El gobierno de EEUU ha mentido también en lo tocante a los costos de la
supuestamente tan eficiente privatización de la guerra. Los empleados de las
empresas de seguridad que por encargo del Pentágono desarrollan en Irak su
sangriento negocio cuestan, de media, diez veces más de lo que cuesta un G.I.
regular –400.000 dólares anuales, contra 40.000—. Ahora hay 180.000 mercenarios
en Irak. En contraste con eso, las medidas de ahorro tomadas suenan a chiste
falsario: los soldados estadounidenses tendrían que subvenir parcialmente a su
equipación, según exigen los estudios de reemplazo de daños del Pentágono.
Stiglitz y Bilmes han calculado también lo que ha costado ya la aventurera
financiación de la guerra de Bush y lo que terminará costando. Por causa de los
recortes fiscales masivos a favor de las grandes empresas y de los poseedores de
capital y patrimonio, una parte creciente de los gastos bélicos tuvo que ser
financiada con créditos. Eso costará en los próximos años centenares de miles de
millones de dólares en intereses. Puesto que los norteamericanos no ahorran,
sino que viven abrumadoramente de prestado (muchos se han visto forzados a ello
por unos salarios e ingresos a la baja), los intereses tendrán que ser
financiados con importaciones de capital. El creciente endeudamiento del Estado
se transforma así a un ritmo de vértigo en un creciente endeudamiento exterior.
El gobierno Bush ya no estará en unos meses; las consecuencias financieras de su
aventura bélica tendrán que padecerlas las generaciones y los gobiernos
venideros.
Cualquier economista sabe lo que los belicistas bushistas ignoran: a los costos
directos de una guerra, reflejados como gasto militar en los presupuestos, se
suman siempre los costos económicos de conjunto. Stiglitz y Bilmes computan
aquí, entre otros, los efectos del rápido incremento del precio del crudo. Se
había prometido que, gracias la intervención en Irak, el precio bajaría
duraderamente; como sabe todo el mundo, ronda actualmente los 100 dólares por
barril. Eso tiene enormes consecuencias, no sólo para la economía de EEUU, sino
para toda la economía mundial. Consecuencias que sólo consiguen mitigarse un
tanto merced a la caída del dólar.
En otoño de 2007, hasta los congresistas conservadores se asombraron de la
desenvoltura con que, casi simultáneamente, el presidente Bush solicitaba 200
mil millones de dólares adicionales para su guerra y vetaba la aprobación por el
Congreso de un gasto de 20 mil millones de dólares destinados a saneamiento y
restauración de escuelas públicas.
La preocupación de los congresistas estaba fundada, porque los costes de la
guerra siguen subiendo sin freno. 2008 será el año más caro de la guerra de
Irak. Los críticos echan cuentas ahora sobre lo que habría podido empezar a
hacerse con esas enormes sumas para poner fin a las miserias que azotan al país
más rico de la tierra. Con un billón de dólares, se habría podido contratar a 15
millones más de maestros, asegurar la asistencia sanitaria de 530 millones de
niños, financiar las becas de 43 millones de estudiantes. Se habría podido
proceder al saneamiento de las conurbaciones miserables, renovar los ruinosos
edificios de las escuelas de todo el país. Con una parte del monto desperdiciado
en la demostración de la superioridad militar, los EEUU habrían podido
finalmente permitirse poner los cimientos de un Estado social moderno. Todo eso
podría haberse hecho, si no se fuera esclavo de la superstición de la
"seriedad", la respetabilidad y la hombría de bien de una casta gobernante
orgánica en la clase de los propietarios de capital y patrimonio.
Los propagandistas de la guerra mundial contra el "terror" sostienen que la
guerra no ha dejado, empero, de tener sus ventajas. Y es lo cierto que quien
quiera proceder a un cálculo coste/beneficio, no puede menos de computar los
beneficios de esta guerra. La propaganda de Bush no se ha avilantado hasta ahora
a poner en el "Haber de la Guerra" los, en efecto, enormes beneficios que la
misma ha reportado para las trasnacionales petroleras estadounidenses, para las
empresas de construcción, para las empresas de seguridad y para la industria
armamentística. Resultaría de todo punto congruo con la lógica neoliberal llevar
la cuenta de los beneficios aportados –o al menos, "asegurados"— por los
logreros de la guerra en materia de "puestos de trabajo" e "inversiones".
A Joseph Stiglitz le resulta difícil –como a cualquier economista competente en
el análisis coste/beneficio— reconocer el menor provecho en esta guerra. La
única ventaja que un perito económico imbuido de todo el cinismo que suele
acompañar a la profesión podría tal vez divisar en el proceso bélico es que ha
servido para ralentizar el crecimiento de la economía de EEUU. Merced a eso, el
crac, la gran crisis económica mundial que se avecina, quizá se abatirá con
menor virulencia de lo que habría sido el caso sin la guerra.
Peste o cólera, guerra o crisis: ¿cuál es el "mal menor" del capitalismo
realmente existente?