A la hora de comentar la guerra en el Cáucaso, la mayoría de analistas
estadounidenses han tendido a verla como un retorno al pasado, como una
continuación de la secular y sangrienta contienda entre rusos y georgianos o,
en el mejor de los casos, como una parte de los asuntos pendientes de la
Guerra Fría. Muchos han hablado del deseo de Rusia de borrar la “humillación”
nacional que experimentó tras el desplome de la Unión Soviética hace 16 de
años, o de restaurar su “esfera de influencia” en los territorios del sur.
Pero este conflicto es más sobre el futuro que sobre el pasado. Es un producto
de la intensa competencia geopolítica por el control del flujo energético del
mar Caspio hacia los mercados occidentales.
Por Michael T. Klare - Foreign Policy in focus
Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Àngel
Ferrero
Esta lucha comenzó durante la administración Clinton, cuando las
antiguas repúblicas soviéticas de la cuenca del mar Caspio se independizaron y
empezaron a buscar clientes occidentales para sus recursos naturales de
petróleo y gas natural. Las compañías occidentales buscaban ansiosamente
firmar acuerdos de producción con los gobiernos de las nuevas repúblicas, pero
se enfrentaron a un obstáculo difícil de franquear a la hora de exportar el
producto resultante: como el mar Caspio no tiene salida al mar, cualquier
energía existente en la región ha de viajar a través de conductos, y por aquel
entonces Rusia controlaba todos los conductos disponibles. Para evitar la
dependencia exclusiva de los conductos rusos, el presidente Clinton patrocinó
la construcción de un oleoducto alternativo desde Bakú, en Azerbayán, a
Tbilisi, en Georgia, y desde allí hacia Ceyhan, en la costa mediterránea de
Turquía. Se trata del oleoducto BTC [por las siglas de Bakú, Tbilisi y Ceyhan],
como se lo conoce hoy.
El oleoducto BTC, que empezó a funcionar en el 2006, pasa a través de
algunas de las zonas del mundo más inestables, incluyendo Chechenia y las
provincias separatistas de Abjazia y Osetia del Sur en Georgia. Con este dato
en mente, las administraciones Clinton y Bush proporcionaron a Georgia cientos
de millones de dólares en ayuda militar, convirtiéndola en la receptora
principal de armamento y equipamiento estadounidense en el antiguo espacio
soviético. El presidente Bush cabildeó a los aliados estadounidenses en Europa
para acelerar los trámites para la inclusión de Georgia en la OTAN.
Todo esto, huelga decirlo, era visto desde Moscú con un inmenso
resentimiento. No se trataba sólo de que los EE.UU. estaban ayudando a crear
un nuevo riesgo a la seguridad de sus fronteras en el sur, sino que, lo que es
más importante, frustraba cualquier intento ruso por asegurarse el control del
transporte de la energía del Caspio a Europa. Incluso desde que Vladimir Putin
asumió la presidencia en el 2000, Moscú ha buscado utilizar su papel clave
como proveedor de petróleo y gas natural a Europa occidental y las antiguas
repúblicas soviéticas como una fuente de riqueza financiera y, al mismo
tiempo, de ventaja política. La consecución de este objetivo descansa
principalmente en las fuentes energéticas rusas, pero también busca dominar la
distribución del petróleo y del gas natural desde los estados del Caspio a
Occidente.
Para favorecer sus intereses en el Caspio, Putin, y su delfín, Dmitry
Medvedev -hasta hace poco presidente de Gazprom, el monopolio estatal ruso del
gas natural- se han atraído (o intimidado) a los líderes de Kazajstán,
Turkmenistán y Uzbekistán para construir nuevos gasoductos a través de Rusia
hacia Europa. Los europeos, temerosos de ser cada vez más dependientes de la
energía proporcionada por Rusia, buscan construir canales alternativos a
través del mar Caspio y a lo largo de la ruta del oleoducto BTC en Azerbayán y
Georgia, circunvalando completamente Rusia.
Este es el telón de fondo en el que ha tenido lugar la lucha entre Georgia
y Osetia del Sur. Los georgianos puede que solamente estén interesados en
retomar el control de una zona que consideran parte de su territorio nacional,
pero los rusos están enviando el mensaje al resto del mundo de que pretenden
seguir controlando el grifo energético del mar Caspio, pase lo que pase. No
significa necesariamente que vayan a ocupar abiertamente Georgia, pero desde
luego que retendrán sus posiciones estratégicas en Abjazia y Osetia del Sur
por motivos prácticos, con las bayonetas apuntando a la yugular de la BTC. Así
que si incluso el alto el fuego tiene algún efecto, la lucha por los recursos
energéticos -a veces oculta y secreta, a veces abierta y violenta- continuará
teniendo lugar en el futuro.
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(*)Michael T. Klare es
profesor de Paz y Seguridad Mundial en la Universidad de Hampshire. Su último
libro es Rising Powers, Shrinking Planet:
The New Geopolitics of Energy (Metropolitan
Books, 2008). El anterior libro de Klare, Blood and Oil: The Dangers and Consequences of
America’s Growing Dependency on Imported Petroleum ha sido adaptado en documental. Para un avance
de la película, véase: www.bloodandoilmovie.com